Nueva Revista 059 > Sobre la libertad individual

Sobre la libertad individual

William Faulkner

Reproducción del ensayo inédito de William Faulkner, defensa de libertad individual que trasciende el momento histórico estadounidense.

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Referencia

William Faulkner, “Sobre la libertad individual,” accessed March 28, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1268.

Dublin Core

Title

Sobre la libertad individual

Subject

Traducción inédita

Description

Reproducción del ensayo inédito de William Faulkner, defensa de libertad individual que trasciende el momento histórico estadounidense.

Creator

William Faulkner

Source

Nueva Revista 059 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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document/pdf

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es

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Sobre la libertad individual (¿Qué ha sido del Sueño Americano?) [ WlLLIAM FAULKNER ] Un artículo de la revista Time se preguntaba, con motivo de una serie documental producida por la BBC que tal vez llegue pronto a nuestra televisión, si el Sueño Americano existió o jue tan sólo un mito. En este ensayo William Faulkner afirma lo primero: que el Sueño existió, pero que también los estadounidenses lo olvidaron, y la vida para muchos de ellos había llegado a convertirse en una auténtica pesadilla. La publicación de este artículo en la revista Harpers en 1955 tiene lugar dos años después de que terminara la caza de brujas del senador McCarthy. Faulkner, que para entonces ha recibido el Nobel y el Pulitzer, y que es Enviado del Departamento de Estado, escribe esta defensa de la libertad individual que transciende el momento histórico estadounidense, pues el diagnóstico que hace de la sociedad norteamericana bien vale en muchos sentidos para cualquier país occidental de la actualidad. Como muestra Faulkner en muchas de sus novelas y relatos, la sociedad materialista se ha impuesto a menudo con firmas explotadoras, perturbando a su paso las costumbres y la paz de un territorio, y ha sembrado desigualdades. Yes que, como apunta el artículo de Time que antes mencionábamos, los estadounidenses no sólo soñaron con ideales. También con dinero. e aquí lo que fue el Sueño Americano: un santuario en la tierra para el hombre: una condición en la que pudiera ser libre no sóHlo de las antiguas y establecidas jerarquías del poder arbitrario que lo habían oprimido masivamente, sino libre de esa masa en la que las jerarquías de la iglesia y del Estado lo habían encerrado y reprimido, individualmente esclavo y personalmente impotente. Un sueño simultáneo entre los individuos humanos, tan separados y esparcidos como para no tener contacto para hermanar sueños y esperanzas entre las antiguas naciones del Viejo Mundo, que existían como naciones no partiendo de la ciudadanía sino de la sumisión, que se sostenían sólo sobre la premisa de la extensión y la docilidad de la masa sometida; la individualidad de los hombres y mujeres que decían con una sola voz: Queremos establecer una tierra en la que el hombre pueda asumir que cada persona no la masa de hombres sino los hombres individualmente tenga el derecho inalienable a la libertad individual, a la dignidad y a la libertad dentro del conjunto del valor individual, el trabajo honrado y la responsabilidad mutua. No simplemente una idea, sino una condición: una condición humana viviente destinada a ser contemporánea con el mismo nacimiento de América, engendrada, creada y simultánea con el mismo aire y la misma palabra América, que en el mismo golpe, el mismo instante, cubriera toda la tierra con una simultánea inspiración de aire y de luz. Y así fue: y apareció irradiando para cubrir incluso a las viejas, repudiadas y esclavizadas naciones, hasta que los individuos de todas partes, que apenas habían oído su nombre, por no decir en dónde estaba América, pudieran responder a él, levantando no sólo sus corazones sino también las esperanzas que hasta entonces no conocían o no se atrevían a recordar que poseyeran. Una condición en la cual todo hombre no sólo no fuera rey, sino incluso no quisiera serlo. Ni incluso necesitara inquietarse por ser igual a los reyes, porque ahora estaba libre de reyes y de todas sus semejanzas, libre no sólo de símbolos, sino de todas las mismas antiguas y arbitrarias jerarquías que los símbolos representaban —cortes y gabinetes, iglesias y escuelas y por las cuales había sido valorado no como individuo sino sólo como valor integral compuesto por la inmutable razón de su número incalculable, el incremento animal de su masa dócil y carente de voluntad. El sueño, la esperanza, fue la condición que no nos traspasaron a nosotros, sus herederos y asignatarios, nuestros padres, sino que, más bien, nos traspasaron el sueño y a la esperanza. No se nos dio ni la oportunidad de aceptar o rechazar el sueño, porque el sueño ya nos poseía a nosotros por nacimiento. No era herencia nuestra porque nosotros éramos herencia suya; nosotros éramos herederos en nuestras sucesivas generaciones al sueño por la idea del sueño. Y no sólo nosotros, sus hijos nacidos en América, también hombres nacidos y criados en viejas y ajenas tierras repudiadas sintieron ese aliento, ese aire, oyeron esa promesa, que prometía que allí existía algo como la esperanza individual para el hombre. Y también las mismas viejas naciones, tan antiguas y tan ancladas en los viejos conceptos del hombre por haberse creído más allá de todo concepto de cambio, haciendo oblación a ese nuevo sueño del nuevo concepto del hombre con donación de monumentos y procedimientos para señalar los portales de este inalienable derecho y esperanza: Aquí hay lugar para vosotros desde toda la tierra; para vosotros los que individualmente os haliáis sin hogar, los individualmente oprimidos, los individualmente no individualizados. Una libre dádiva otorgada a nosotros por aquellos que habían trabajado en común y soportado individualmente el esfuerzo para crearla; nosotros, sus sucesores, no tuvimos siquiera que ganarla, merecerla, y no digamos conquistarla. No tuvimos que nutrirla ni alimentarla. No tuvimos que recordar que, viviendo, estaba predestinada a perecer y había que protegerla de sus crisis. Algunos de nosotros, muchos quizá, no hubiéramos podido probar por definición en qué consistía exactamente. Pero entonces no lo necesitábamos: no necesitábamos definirla más de lo que necesitábamos definir el aire que respirábamos o aquella palabra que, de las dos, simplemente por existir conjuntamente el aliento del aire americano que creó América— había engendrado y creado el sueño del primer día de América, como el aire y el movimiento crearon la temperatura y el clima del primer día del mundo. Porque ese sueño fue la aspiración del hombre en el verdadero sentido de la palabra aspiración. No fue simplemente la ciega y muda esperanza de su corazón: fue la verdadera aspiración de sus pulmones, sus luces, el vivo y despierto metabolismo, de modo que vivimos la realidad del Sueño. No vivimos en el sueño: vivimos el Sueño mismo; igual que no vivimos simplemente en el aire y el clima, sino Aire y Clima; nosotros representamos individualmente el Sueño, el Sueño mismo realmente sensible en las fuertes e inconfundibles voces que no tenían miedo a declarar a modo de cliché. Dadnos la libertad o dadnos la muerte o Está claro que todos los hombres fueron creados iguales con un derecho común a la libertad cosa que jamás ha carecido de verdad, asumiendo que la esperanza y la dignidad sean verdad—, una validez e inmediatez que la dispensan incluso del cliché. Ése fue el Sueño: que el hombre no fue creado igual en el sentido de que fue creado negro o blanco o moreno o amarillo y de aquí destinado irrevocablemente a ello para todos los días de su vida; o más bien no piedestinado con la igualdad, sino bendecido con la igualdad, sin levantar las manos, sino tendido y acurrucado en el cálido baño sin aire, como el embrión en el vientre; pero en libertad de tener la misma oportunidad e igualdad que los otros hombres, y en libertad en la que defender y conservar esa libertad mediante el valor individual y el trabajo honrado y la mutua responsabilidad. Pero después la perdimos. Nos abandonó, la que nos había mantenido y protegido y defendido mientras nuestra nueva nación de conceptos nuevos sobre la existencia humana se afianzaba lo suficiente para levantarse entre las naciones de la tierra, sin pedirnos nada a cambio salvo el firme recuerdo de que, siendo algo vivo, podía perecer y por tanto debía ser tenida siempre en una incesante responsabilidad y vigilancia de valor, honor, orgullo y humildad. Pero ahora se nos fiie. Nos adormilamos, nos dormimos, y nos abandonó. Y en este vacío ahora ya no suenan más las fuertes voces, no sólo no amedrentadas, sino incluso ignorantes de que el miedo existiera, hablando en una mutua unificación de una esperanza mutua y una mutua voluntad. Porque ahora lo que oímos es una cacofonía de terror y conciliación y compromiso llenando todas las bocas; las fuertes y vacías palabras que hemos vaciado completamente de contenido libertad, democracia, patriotismo con las cuales, despiertos al fin, tratamos desesperadamente de ocultarnos esa pérdida. Algo le sucedió al Sueño. Muchas cosas. Esto, creo yo, es el síntoma de una de ellas. Hace unos diez años, un conocido crítico literario y ensayista, un viejo y buen amigo, me dijo que un importante y conocido semanario le había ofrecido una importante suma para que escribiera un estudio no sobre mí, no sobre mi obra, sino sobre mí como ciudadano particular, como individuo. Le aconsejé que no lo hiciera y le expliqué por qué: mi convicción consistía en que sólo las obras de un escritor son de dominio público para ser discutidas, investigadas y descritas, ya que el propio autor las había expuesto y publicado, habiendo aceptado ser pagado por ello; por tanto, no sólo debía sino que tenía que estar dispuesto a recibir lo que el público deseara decir sobre ellas desde el elogio hasta el desprecio. Pero fuera de eso, mientras el escritor no cometiera un delito y mereciera sanción, su vida privada era sólo suya, y no sólo él tenía el derecho de defender su intimidad: el público también tenía el deber de hacerlo, ya que la libertad de un hombre debía cesar en el punto en el que empezaba la libertad del otro; y presumo que todo el mundo responsable estaría de acuerdo conmigo. Pero mi amigo dijo que no. Estás equivocado. Si escribo el ensayo, lo haré con delicadeza y responsabilidad. Pero si no me dejas escribirlo, tarde o temprano alguien lo hará sin importarle la delicadeza o la responsabilidad, sin que tú le importes nada como escritor ni artista, sino como mercancía, para ser vendida, para ser puesta en circulación y sacar un poco de dinero. No lo creo, dije yo. Mientras no cometa un delito y merezca sanción, no pueden invadir mi intimidad si les pido que no lo hagan. No sólo pueden, replicó, sino que cuando tu reputación europea llegue hasta aquí y te hagas económicamente importante, lo harán. Espera y verás. Hice ambas cosas. Hace dos años y por mera casualidad, durante una conversación con el editor de la empresa que publica mis libros, me enteré de que la misma revista había puesto en marcha el mismo proyecto que yo había rechazado ocho años antes; no sé si los editores fueron informados de ello o si simplemente se enteraron por casualidad como me ocurrió a mí. Dije otra vez que no, resumiendo las mismas razones que me seguían pareciendo indiscutibles para cualquiera que tuviera el poder de la prensa pública, ya que las cualidades de delicadeza y responsabilidad debían ser inherentes a ese poder para que fuera válido y duradero. El editor interrumpió. Estoy de acuerdo contigo, dijo. Además, no tienes por qué darme razones. El simple hecho de que no quieras basta. ¿Me ocupo de ello por ti?. Así lo hizo, o trató de hacerlo, porque mi amigo el crítivo tenía razón. Entonces dije: Inténtalo de nuevo. Di Te pido por favor que no lo haEntonces presenté el mismo Te pido que no lo hagas al escritor que iba a redactar el ensayo. No sé si era un redactor designado para hacerlo o si se había ofrecido a hacerlo, o si quizá les había vendido la ¡dea a sus patronos. Aunque mi recuerdo es que su contestación implicaba: Tengo que hacerlo, y si me niego me echan. Lo que seguramente es cierto, ya que obtuve la misma contestación de un miembro de la redacción de otro periódico sobre el mismo asunto. Y si ello era así, si el autor, miembro del gremio al que servía, era también víctima de la misma fuerza de la que yo era víctima ese irresponsable uso que es, por tanto, mal uso y que a su vez es traición de este poder llamado libertad de Prensa que es uno de los más poderosos e impagables defensores y conservadores de la dignidad humana y sus derechos—, entonces la única defensa que me quedaba era rehusar la cooperación y no tener nada que ver con el proyecto. Aunque para entonces ya sabía que ello no iba a salvarme, que nada de lo que hiciera les detendría. Quizá ellos el escritor y su patrón no me creyeron, no pudieron creerme. Quizá no se atrevieron a creerme. Quizá le sea imposible ahora a cualquier norteamericano creer que cualquiera que no se esconda de la policía pueda realmente no querer, como libre donación, que su nombre y fotografía se impriman en cualquier documento, por sencilla o modesta o restringida que sea su circulación. Aunque quizá el asunto nunca alcanzó este punto: que ambos el director y el escritor— sabían desde el principio, lo supiera yo o no, que nosotros tres, ellos dos y su víctima, éramos los tres víctimas de ese fallo (en el término en el que el geólogo usa el término) en nuestra cultura norteamericana, que nos dice a diario: ¡Cuidado!, los tres enfrentados como uno solo no con una idea, un principio de elección entre el buen y el mal gusto o la responsabilidad o la falta de ella, pero con un hecho, una condición en nuestra vida norteamericana ante la cual los tres, en ese momento, nos sentíamos indefensos, condenados. Y, así, apareció el escritor con su grupo, su fuerza, su tripulación, se hizo con el material donde pudo y como pudo, y fue y publicó su artículo. Pero no se trata de esto. Al escritor no se le puede culpar, puesto que, de no haberlo hecho si mi recuerdo me es fiel, lo habrían despedido del empleo que le privaba del derecho a escoger entre el buen y el mal gusto. Tampoco al patrón, ya que para mantenerse, incluso precariamente, en el oficio, puede obligarse incluso a sí mismo, cabeza y jefe de uno de sus componentes integrales, a servir lo que se requiera con el fin de sobrevivir entre sus rivales. No se trata de lo que dijo el escritor, sino de que lo dijo. Que él elloslo publicaran en un reconocido periódico que, para ser y permanecer reconocido, funciona asumiendo ciertas inflexibles disposiciones; que se publicó en medio de protestas, pero con completa inmunidad; inmunidad no sólo asumida por el órgano publicitario sino proporcionada por adelantado por el público al cual vendía provechosamente sus mercancías. Lo aterrador (no lo asombroso; no podemos asombrarnos por ello ya que permitimos su nacimiento y lo vimos crecer y lo perdonamos y dimos validez e incluso lo utilizamos para nuestro propio provecho individual) es que pudiera haber sucedido en tales condiciones. Que pudiera haber sucedido sin que al sujeto le fuera comunicado de antemano. Y cuando incluso él, la víctima, fue advertido a tiempo y accidentalmente, fue por completo incapaz de evitarlo. Y aun después de que se realizara, la víctima no tuvo ningún recurso, ya que a diferencia del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el mal gusto, quizá porque en una democracia la mayoría de la gente que hace las leyes no reconoce el mal gusto cuando aparece, o porque en nuestra democracia el mal gusto se ha convertido en algo con lo que se puede comerciar y en objeto de tasa y de cabildeo por parte de las federaciones mercantiles, que al mismo tiempo crean el mercado (no la apetencia, ésta no precisa ser creada sino puesta a la vista) y el producto para servirlo; y el mal gusto, por simple solvencia, queda purificado y exento de mal gusto. Y aunque hubiera habido motivos para recurrir, el asunto hubiera permanecido todavía en la parte negra del libro mayor, ya que el editor podía cargar el dictamen y las costas a las pérdidas operativas y el aumento de ventas por la publicidad a la inversión de capital. El caso es que hoy, en América, toda organización o grupo que funcione simplemente bajo una frase como Libertad de Prensa o Seguridad Nacional o Liga contra la Subvención, puede asumir completa inmunidad para violar la individualidad la libertad individual sin la cual uno no puede ser un individuo y faltándole dicha individualidad no es nada ni vale nada— de cualquiera que no sea a su vez miembro de alguna organización o grupo lo suficientemente numeroso o rico como para que les asuste. Esa organización no será de escritores o artistas, claro está; siendo individuos, ni dos artistas podrían confederarse, no digamos un grupo. Además, los artistas, en América, no necesitan tener intimidad porque no precisan ser artistas en cuanto a América se refiere. América no necesita artistas porque en América no cuentan; los artistas no tienen más lugar en Norteamérica que el que tienen los patronos del personal de redacción de los semanarios ilustrados en la vida privada de un novelista del Mississippi. Pero hay otras dos ocupaciones que valen la pena en la vida americana, que requieren, necesitan, intimidad para poder vivir. Éstas son la ciencia y las humanidades, los científicos y los humanistas: los pioneros en la ciencia del esfuerzo y la técnica mecánica y la autodisciplina como el coronel Lindbergh, que fue obligado a la postre a repudiarla por la nación y la cultura que tenía como una de sus costumbres el derecho inalienable a violar su vida privada en vez del inviolable deber de defenderla; la nación que asumió el derecho inalienable de arrogarse la gloria de su renombre aunque no tuvo el poder de proteger a sus hijos ni la responsabilidad de escudar su dolor; los pioneros en la sencilla ciencia de salvar a la nación, como el doctor Oppenheimer, que fue maltratado e impugnado por estas mismas costumbres hasta que toda su vida privada le fue arrebatada y sólo permanecieron en él las cualidades de individualismo de cuya posesión nos ufanamos ya que ellas son las únicas que nos diferencian de los animales gratitud por la benevolencia, fidelidad hacia la amistad, galantería por las mujeres y la capacidad de amar—, ante lo cual incluso sus perseguidores oficiales eran impotentes, alejándose (es de esperar) avergonzados, como si el asunto no hubiera tenido nada que ver con la lealtad o la deslealtad, la seguridad o la inseguridad, sino que se tratara de golpearle y desnudarle de toda vida privada, sin la cual jamás hubiera sido uno entre el puñado de individuos capaces de servir a la nación en momentos en los que, aparentemente, nadie más lo hacía, reduciéndolo así, finalmente, a ser uno más de los integrantes sin identidad en el seno de esa masa anónima sin identidad ni intimidad que parece ser nuestra meta. E incluso eso es más que un punto de partida. Porque la misma enfermedad viene de mucho más atrás. Se remonta a ese momento de nuestra historia en el que decidimos que las antiguas y sencillas verdades morales controladas y arbitradas por el buen gusto y la responsabilidad habían caducado y debían ser descartadas. Se remonta hasta aquel momento en el que repudiamos el sentido que nuestros padres habían otorgado a las palabras libertad e independencia, que nos constituyeron como nación y nos convirtieron en un pueblo, manteniendo nosotros, en nuestro tiempo, sólo el sonido de las mismas. Se remonta al momento en el que sustituimos libertad por licencia —licencia para toda acción que se mantuviera dentro de los límites de las leyes promulgadas por las confederaciones de los abogados hábiles en conseguir licencias y los cosecheros de beneficios materiales. Se remonta hasta aquel momento en que en lugar de la libertad pusimos la inmunidad de cualquier acción ante cualquier recurso, con tal de que esa acción se realizara bajo la protección del hueco susurro de la palabra libertad. Momento éste en que la verdad también desapareció. No abolimos la verdad; ni siquiera nosotros podíamos hacerlo. Simplemente la verdad nos dejó, nos volvió la espalda, no por mofa o desprecio, ni siquiera (esperemos) por desesperación. Simplemente nos abandonó, para volver quizá cuando sea, cuando el sufrimiento, o un desastre nacional, quizá una derrota militar (si nada más sirve), nos haya enseñado a valorar la verdad y a pagar cualquier precio, a aceptar cualquier sacrificio (oh, sí, somos valientes y fuertes también, sólo que intentamos posponerlo al máximo) para volver a recobrar y retener lo que jamás debiéramos haber dejado escapar, en sus propios términos de buen gusto y responsabilidad. La verdad, esa línea limpia, simple y completamente recta y brillante, a un lado de la cual lo negro es negro y al otro lo blanco es blanco, ahora se ha convertido en un ángulo, un punto de vista que no tiene nada que ver con la verdad ni los hechos, sino que depende sólo de dónde estás situado cuando lo miras. O mejor, de dónde consigas situar a quien tratas de engañar u ofuscar cuando lo mira. Algo tan sencillo como un triplo cotidiano: la verdad, la independencia y la libertad. El cielo norteamericano que fue un día el limpio empíreo de la independencia, el aire norteamericano que fue un día el aliento viviente de la libertad, se ha convertido ahora en una descendiente presión para abolir ambas, destruyendo la individualidad del hombre como hombre y aniquilando el último vestigio de vida privada, sin la cual el hombre no puede ser individuo. Nuestra propia arquitectura nos lo ha advertido. Hubo un tiempo en el que no se podía ver ni de fuera, ni de dentro a través de las paredes de nuestras casas. Hoy se puede ver desde dentro hacia fiiera pero no desde fuera hacia dentro a través de las paredes. Habrá un tiempo en que se pueda hacer ambas cosas. Entonces la vida privada habrá desaparecido; aquel que se sienta suficientemente individuo como para desearla incluso para cambiarse de camisa o bañarse, será maldecido por una universal voz americana, por considerarlo subversivo para el modo de vida americano y la bandera americana. Si (para entonces) las paredes mismas, opacas o no, pueden todavía sostenerse ante ese furioso vendaval, esa fuerza, ese poder que se levanta como un trueno hasta el cénit norteamericano, de aspecto múltiple pero mutuamente conjuntado, rugiendo las palabras y frases que desde hace tiempo hemos privado de todo significado que no sea el de instrumentos, el de útiles, esgrimidos para el hostigamiento del espíritu humano individual, por sus furiosos e inmunizados sacerdotes: Seguridad, Subversión, Anticomunismo, Cristiandad, Prosperidad, La Vida Norteamericana, La Bandera. Con un poco de suerte (y algo de esfuerzo de vez en cuando, naturalmente), un individuo puede defenderse de la libertad de otro individuo. Pero cuando poderosas federaciones y organizaciones y amalgamas como las corporaciones publicitarias y las sectas religiosas, los partidos políticos y los comités legislativos, pueden absolver una sola de sus unidades operativas de las restricciones de la responsabilidad moral mediante palabras tan sugerentes como Libertad, y Salvación y Seguridad y Democracia, debajo de cuya absolución, los individuos asalariados se liberan de la responsabilidad y la cohibición, entonces tengamos cuidado. Entonces, incluso personas como el doctor Oppenheimer y el coronel Lindsbergh y yo (también el redactor del semanario, si es que de verdad se vio empujado a escoger entre el buen gusto y el hambre) nos habremos de confederar a nuestra vez para preservar la vida privada, sólo mediante la cual el artista, el científico y el humanista pueden funcionar. O para conservar la vida misma respirando; no simplemente los artistas y los científicos y los humanistas, sino también los padres legales o biológicos de los doctores de osteopatia. Estoy pensando, claro está, en el doctor de Cleveland, condenado recientemente por el brutal asesinato de su mujer, tres de cuyos familiares el padre de su mujer y sus propios padres, con una excepción, no pudieron sobrevivir al juicio en el que la prensa, que mantuvo el doloroso asunto en las primeras páginas de Nacional hasta el final, es señalada ahora por declarar que el hecho recibió cobertura mucho más allá de su valor e importancia. Estoy pensando en las tres víctimas. No en el hombre culpado: indudablemente vivirá todavía mucho tiempo; sino en los tres familiares, dos de los cuales murieron —al menos uno de ellos porque, por citar a la misma prensa, estaba cansado de vivir, y el tercero, la madre, suicidada, como si hubiera dicho no puedo soportar más esto. Acaso solamente murieron por el crimen, aunque uno se pregunta por qué sus muertes no coincidieron con la comisión del asesinato sino con la publicidad del juicio. Y si no fue sólo por la tragedia en sí misma por lo que una de las víctimas estaba cansada de la vida y la otra dijo que no podía soportar más..., si tenían más de una razón para abandonar e incluso repudiar la vida y el hombre era culpable, como de él dijo el juez, ¿qué cazador de brujas medieval tenía el poder llamado Libertad de Prensa, que en cualquier cultura civilizada debe ser aceptado como el diligente paladín cuya inflexible rectitud hace que prevalezca la verdad y que se den la justicia y la gracia, para alentar que incluso los mismos progenitores del criminal sean eliminados de la tierra en expiación de su crimen? Y si era inocente como él afirmó, ¿qué crimen cometió este campeón de los débiles y oprimidos, y en qué participó? O —por repetir— no el artista. América todavía no ha encontrado un lugar para el que se ocupa de cosas del espíritu, excepto para utilizar su notoriedad para vender jabón, cigarrillos o estilográficas, o para hacer anuncios de automóviles o de cruceros y hoteles elegantes, o (si se le puede enseñar a acompasarse a los acontecimientos lo suficientemente rápido) para aparecer en la radio o el cine o donde pueda ganar lo suficiente para llamar la atención. Pero el científico y el humanista sí: el humanista en la ciencia y el científico en la humanidad del hombre, que puedan todavía salvar esta civilización que los profesionales de su salvación —los editores que disculpan su demolición con la lujuria y la insensatez de los hombres, los políticos que justifican su propio comercio por la estupidez y voracidad de ellos, y los hombres de iglesia que justifican su propio negocio con su temor y superstición— parecen estar demostrando que no pueden. Harpers, julio de 1955 Traducción de Esteban Pujáis Título original: On Privacy (The American Dream: What Happened to ití) Recogido en: William Faulkner. Essays, Speeches & Public Letters, ed. James B. Meriwether, Random House, Nueva York, 1966, págs. 6275.