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La Constitución española: entre el mito y la reforma

Felipe Santos

Entrevista a Gabriel Cisneros y Andrés Ollero sobre la reforma de la constitución española, la reforma del senado, el sistema de partidos, el estado de las autonomías.

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Felipe Santos, “La Constitución española: entre el mito y la reforma,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1250.

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La Constitución española: entre el mito y la reforma

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Conversaciones

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Entrevista a Gabriel Cisneros y Andrés Ollero sobre la reforma de la constitución española, la reforma del senado, el sistema de partidos, el estado de las autonomías.

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Felipe Santos

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Nueva Revista 059 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Entrevista a Gabriel Cisneros y Andrés Ollero La Constitución española: entre el mito y la reforma Felipe Santos e toda la historia constitucional española, tan sólo dos Cartas Magnas han durado más que la Constitución vigente: la de D1876, que ostenta el récord, con 47 años de vigencia, y la de 1845, con 24 años. Esto, claro está, si excluimos los 37 años de existencia de las leyes fundamentales del régimen de Franco. La longevidad de la Constitución de 1978 no ha sido óbice para que el tema de su posible reforma se haya planteado en nuestro país periódicamente. Y mucho más ahora, con un aniversario como el que se aproxima. NUEVA REVISTA ha querido contribuir a esta efeméride constitucional y ha reunido a dos personas relevantes de la vida política para intentar desgranar de su conversación el estado de las cuestiones más importantes que giran en torno al debate constitucional. Por un lado, Gabriel Cisneros, uno de los padres de la Constitución y, en la actualidad, secretario general del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados. Por el otro, Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada y portavoz de Justicia del mismo Grupo Parlamentario. El encuentro tuvo lugar una mañana soleada de julio en el despacho de Gabriel Cisneros en el Congreso de los Diputados. La renovación del pacto constitucional, las reforma del Senado, la evaluación del modelo del Estado de las Autonomías previsto en la Constitución o el papel actual del sistema electoral y de partidos fueron algunos de los temas que centraron aquella conversación. Gabriel Cisneros.— En las conversaciones que dieron lugar a la Constitución que ahora tenemos, existieron unos elementos de búsqueda de reconciliación nacional. Había, no un gran pacto, sino una multiplicidad de pactos integrados en ese pacto fundacional de la Constitución. El primero fue un claro pacto entre izquierda y derecha, aunque probablemente los elementos progresistas prevalecieron en los contenidos del texto constitucional. Sobre todo en la parte dogmática. La izquierda pretendía claramente marcar la ruptura con respecto al pasado inmediato, y eso llevó a un Título Primero (De los derechos y deberes fundamentales) muy casuístico y expansivo, frente a la idea defendida inicialmente por nosotros se asumir genéricamente las declaraciones universal y europea de derechos humanos. Por otro lado, también se produjo un pacto histórico, generacional, entre los sectores reformistas provenientes del régimen anterior y la oposición antifranquista. Ese pacto que coincidió sustancialmente con el alcanzado entre izquierda y derecha, pero no es el mismo, puesto que existían unos grupos, unas personalidades, unos sectores sociales de derecha antifranquista probablemente muy poco significativos desde el punto de vista sociológico que estuvieron también en ese pacto fundacional. Y, por último, el gran pacto. Este, totalmente inédito, se produjo entre las concepciones de una España unitaria y el reconocimiento de una España plural, que es el intento que se acomete en el Título Octavo (De la Organización Territorial del Estado). Andrés Ollero.— La verdad es que estos veinte años de Constitución no dejan de ser significativos, y nos recuerdan que la Constitución fue, al fin y al cabo, el producto de un sano instinto de conservación. En la Constitución se vuelca el convencimiento de todos los españoles de realizar un cierto exorcismo sobre los demonios familiares y mantenerlos alejados de nuestra convivencia, que es lo que se intenta plasmar en su texto. Quizá por eso no se le dio tampoco demasiada importancia al hecho de que no se supiera muy bien qué decían realmente determinados términos de la Constitución, porque lo que sí se sabía muy bien es qué acabaría diciendo cualquier discurso ajeno a la Constitución. G.C.— Yo creo que una Constitución debe tener vocación de mito, debe ser tomada como un referente unánimemente aceptado, al que todos se remitan como instancia arbitral de sus diferencias. Probablemente, el hecho de la permanencia tiene un valor pedagójico en sí mismo. Si pensamos en las dos democracias anglosajonas, las más perfectas, podemos ver que son los dos únicos países que pueden presumir de Lo más acertado de la Constitución es su parte orgánica (Gabriel Cisneros) haber tenido una única Constitución en su historia. La estabilidad es un valor en sí mismo, un valor de pedagogía democrática extraordinariamente útil. Y a mí, el que cualquier insinuación o cualquier hipótesis de reforma constitucional se plantee con enormes cautelas y con enormes apelaciones a la necesidad de reconstruir un grado de acuerdo como el que presidió el momento constituyente, me parece una condición inexcusable. A.O.— Estoy de acuerdo con que cualquier reforma de la Constitución hay que plantearla como una renovación de ese pacto constitucional. Por lo tanto, en la medida en que la reforma de la Constitución no implique discrepancia en lo fundamental, no habrá ningún problema para reformarla. G.C.— Creo que, en cuanto a contenidos y con mucho, lo más afortunado de la Constitución está en la parte orgánica. Ahí creo que acertamos, acertamos en la configuración de la Corona, en las relaciones entre el Gobierno y las Cortes; en definitiva, acertamos en la Monarquía Parlamentaria. Además, en estos institutos jurídicos hubo prácticamente unanimidad, lo que supone mucho más que una transacción o más que un mero consenso. A.O.— Pero también hay una conciencia clara de que existen problemas sin solucionar. Sin embargo, no deja de ser curioso que todavía en los debates parlamentarios actuales, cuando se debate alguna reforma legislativa de cierta profundidad, sigue utilizándose un argumento negativo, y además con bastante eficacia: Eso implicaría directamente reformar la Constitución. Ese argumento suele ser definitivo, y hace que el debate concluya. Pienso, por ejemplo, en lo que está ocurriendo con una institución que quizá no fije tan bien diseñada en la Constitución, en lo que a su nombramiento se refiere, como es la Fiscalía General del Estado. Sin embargo, no podemos olvidar que en estos veinte años, la Contitución se ha reformado y, además, de la manera menos notoria que pueda imaginarse. Ése fue el caso del artículo 13 de la Carta Magna, sobre el sufragio pasivo de los extranjeros comunitarios. La reforma de la Constitución, necesaria para ofrecer la posibilidad de que llegaran a ser alcaldes, se hizo con una docilidad encomiable por parte de todos y casi con la actitud de quien cumple un obligado deber. Ello responde, sin duda, a la idea mítica que los españoles poseen de Europa. Esto es algo que suele admirar, con frecuencia, a los parlamentarios extranjeros cuando nos visitan para mantener sesiones de trabajo. Cuando intentan ahondar en el posible euroescepticismo español y no lo encuentran por ningún sitio, se quedan bastante perplejos; es preciso explicarles que, para los españoles, Europa ha sido un símbolo de la homologación democrática con los países de nuestro entorno. LA REFORMA DEL SENADO G.C.— Si hemos de considerar otra hipótesis de reforma constitucional, yo la situaría en la reforma del Senado. Sería, en todo caso, una reforma que apuntase más a sus competencias que a la alteración sustancial de su esquema de representación; por ejemplo, invirtiendo el procedimiento legislativo, de tal modo que determinadas materias comenzasen por allí, o incrementando la presencia del cupo autonómico en detrimento del provincial. Y digo incrementando en detrimento, en ningún caso sustituyendo o tomando la Comunidad Autónoma como elemento único o base de representación. Cuando se produce el intento de prefigurar el Senado como una Cámara de representación territorial, una Cámara de cuño federal, el único dato que tenemos es el de la provincia; el dato de la Comunidad Autónoma es un dato sólo incoado. El proceso constituyente fue largo y, sin embargo, la realidad española siguió evolucionando en paralelo al proceso constituyente a un ritmo absolutamente vertiginoso. Muy probablemente, si hubiésemos esperado un poco más, y de no ser por dos o tres problemas concretos (Segovia, Cantabria), la Constitución habría podido acoger el mapa autonómico. En ese caso, habríamos podido perfilar otro modelo de Senado más claramente entroncado con ese tertium genus entre un Estado Federal y lo que, en mi opinión, es el Estado de las Autonomías. A.O.— En ese aspecto, creo que podría abordarse la reforma del Senado desde la perspectiva de una renovación del pacto constituyenLa Constitución fue el sano resultado de un instinto de conservación (Andrés Ollero) te y no necesariamente desde un intento de resucitar discrepancias. Es evidente que el Senado, como Cámara de segunda lectura, ha quedado enormemente desprestigiado y, en la actualidad, tiene una función casi precaria respecto del Congreso de los Diputados. No sólo este aspecto es poco útil sino que, desde el punto de vista constitucional, además es negativo, porque no es bueno que exista una cámara con ese vacío funcional. G.C.— Muy probablemente, esta cámara existe porque la Ley de Reforma Política estableció un régimen bicameral. Y lo hizo como señuelo para suscitar la creencia de buena parte de la clase política del régimen anterior, de que ésa era la cámara adecuada para residenciar sus ambiciones. Ése fue un elemento de astucia política. Yo dudo mucho de que en el diseño, en la cabeza y en la arquitectura de Torcuato Fernández Miranda, principal inspirador de la reforma política, estuviera el Título Octavo en los términos en que salió. Y, desde luego, la Cámara del Senado como Cámara de representación territorial. Está claro que nuestra Constitución estableció un bicameralismo asimétrico desde el principio, desde su declaración. También, creo, la práctica aplicativa de las normas reglamentarias ha acentuado la asimetría en mayor medida, porque los propios plazos que, por ejemplo, dispone el Senado en el procedimiento legislativo son casi vejatorios. A.O.— Desde ese punto de vista, la posibilidad de que la convocatoria electoral del Senado no coincidiera con la del Congreso sería interesante. A la vez, el planteamiento de la reforma del Senado, su simple planteamiento, creo que también lo es en la medida en que obliga a reflexionar. G.C.— Habría que ir por la vía de una especialización en el procedimiento legislativo por parte del Senado, y atribuirle una vitalidad para realzar la labor de una Cámara en este momento muy deprimida. Pero, si vamos al núcleo del asunto, yo no creo en absoluto en la reforma del Senado, en términos de viabilidad, porque las aspiraciones que se dejan sentir, las voces que se oyen, no propician en absoluto el concierto español respecto a este tema. Obviamente, cualquier reforToda Constitución debe tener vocación de mito (Gabriel Cisneros) ma tendería a acentuar los signos federalizantes que pueda haber en el sistema político. Yo entiendo que esto para los nacionalismos es un non possumus absoluto. Lo que los nacionalistas consiguen, precisamente, desde la construcción del hecho diferencial, es un federalismo asimétrico, es decir, no quieren elementos de geometría o uniformidad, sino elementos de singularización. A.O.— Bien, pero creo que es una llamada a la reflexión de los que no suscriben el federalismo asimétrico, al dar por bueno el planteamiento actual de la Constitución. Por ejemplo, se está planteando la posibilidad de una convocatoria al Senado desvinculada del Congreso, lo que, sin duda, no casa del todo con la carrera que a la vez se ha emprendido entre las diversas Comunidades Autónomas por reformar sus Estatutos de manera que su Presidente tenga la posibilidad de disolver las cámaras. Es evidente que eso nos lleva a una ruptura de un calendario electoral autonómico uniforme. Y no olvidemos que los ciudadanos tienden a agradecer que se evite el bombardeo de convocatorias electorales. Otra posibilidad sería plantear un Senado con un modelo similar al de la Cámara Alta alemana, quizá sin llegar a tanto, pero en el que toda la elección fuera de segundo grado, vía autonómicas. G.C.— Eso no es, propiamente, un Senado democrático. Es un Senado de mandatarios. A.O.— Bueno, pero sí algo parecido a lo que son las Diputaciones Provinciales de hoy en día. Lo sugiero como pura hipótesis. G.C.— Lo que en ningún caso debemos olvidar es que nuestra Constitución yo creo que felizmente residencia la titularidad de la soberanía nacional, no en el Congreso ni en el Senado por separado, sino en las Cortes Generales. Es decir, es el mismo pueblo español en su conjunto, como ciudadanos, el que elige al Congreso y el que elige al Senado. La diferencia es que, digamos, el Congreso lo eligen los españoles, sin más atributo. Es decir, sin la interposición de ninguna otra mediación de identidad o particularidad regional. En el Senado, en cambio, se intermedia esa representación con la integración de esa otra identidad regional interpuesta. A.O.— No obstante, la excesiva dependencia del Congreso acaba siendo negativa incluso respecto a la funcionalidad política de algunas de las peculiaridades del Senado; por ejemplo, la apelación a las listas abiertas como símbolo de una mayor democracia o como posibles elementos regeneradores de los partidos. Porque en el Senado existen las listas abiertas. Sin embargo, el hecho de que las elecciones al Senado coincidan dentro de las eleciones generales con las del Congreso hace que los ciudadanos, de hecho, parezcan no enterarse de que tales listas abiertas existen. G.C.— Convendría recordar, por ejemplo, que, en Italia, uno de los elementos de penetración de la mafia en la vida política fue claramente la utilización de las listas abiertas. A.O.— La realidad es que el grado de conocimiento que los ciudadanos tienen de los candidatos es nulo, y que a la hora de la verdad el ciudadano vota por un partido, no por una candidatura. Es más, la exigencia de listas abiertas responde a un elemento muy típico de la ciudadanía, que no es su afán de que se le permita elegir a su preferido, sino al afán de que se le permita excluir al preterido. Lo que el votante quiere es poder tachar a Fulano, porque a él sí lo conoce, precisamente por eso. Y, por supuesto, votará de mil amores a tres desconocidos. EL SISTEMA DE PARTIDOS G.C.— Hay mucha gente que piensa que los conceptos clásicos de democracia están en crisis, y que asistimos a algunas formas de participación, diversificadas, multiformes, que pueden cuestionar elementos dogmáticos de la democracia clásica, como puede ser el sistema de partidos. Puede que sea así. Yo confieso que no lo veo de ese modo. Las opciones que adoptamos en su momento fueron deliberadas, no fueron inocentes. Nosotros sabíamos en 1977 que temamos un sistema de partidos débil, que teníamos una democracia incipiente y que era necesario fortalecerla. Por esa razón, decidimos propiciar la fortaleza de los partidos, empezando por su reconocimiento en la Constitución y con todos los otros elementos ortopédicos del sistema electoral. Pues bien, hoy, yo me reafirmo en aquella opción y no creo, tomando como ejemplo un tema de la actualidad más rabiosa, en las elecciones primarias. Cualquier reforma de la Constitución ha de ser planteada como una renovación del pacto constitucional (Gabriel Cisneros) A.O.— Respecto a Ias primarias, quisiera contar una anécdota divertida. Sucedió en un almuerzo que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados, concretamente en el Grupo de Amistad HispanoAlemán, que reúne a parlamentarios de ambos países. En esa comida, que fue anterior a las primarias, uno de los padres de la Constitución, Jordi Solé Tura, defendió con gran entusiasmo las primarias. Entonces, una diputada del SPD alemán, con gran candor, apuntó: ¡Ah! Nosotros también hicimos una vez primarias, pero se debió a que teníamos una crisis de liderazgo, y la experiencia nos salió fatal. Yo le dije entonces a Solé Tura: El problema de tu planteamiento es que para que sea creíble tiene que perder las primarias el Secretario General. Lo curioso es que, efectivamente, Joaquín Almunia las perdió, así que podían empezar a ser creíbles. Pero mucho me temo que el dictamen de la diputada alemana acabe haciéndose realidad. El PSOE las ha hecho porque tiene una crisis de liderazgo que, en partidos tan verticales, se deja sentir muchísimo más. G.C.— En algún sitio, en plan experimental, situaron una urna de militantes y otra urna de simpatizantes, y por una escasísima diferencia no se produjo un resultado dispar, en una urna y en otra. Se hubiera creado un problema no previsto, pero absolutamente disparatado. Piénsese en una democracia como ya es en este momento la nuestramás consorcional, en la que parece que el horizonte de las mayorías absolutas se ha alejado. Si tenemos en cuenta el mecanismo de investidura, ¿qué ocurriría, por ejemplo, si el Sr. Pujol, en la hipótesis de un apretado triunfo electoral socialista o popular, dijese: Sí, yo estoy dispuesto a sostener la gobernabilidad de este partido, estoy dispuesto incluso a entrar en el Gobierno, pero no con la persona candidata que ustedes han dispuesto, sino con otra distinta; por ejemplo, el líder orgánico del partido. Un candidato investido en un proceso de doble elección (primero, en virtud de un proceso de primarias; después, en unas elecciones generales) es muy difícil que aceptase esa posibilidad. A.O.— De hecho, se encuentra muy extendida la idea de que los partidos en España no poseen democracia interna. Eso es absolutamente falso. Los miembros de los partidos dedicamos generosamente horas y horas a reuniones casi interminables, que se hacen muy llevaderas gracias a la lectura del periódico. Por tanto, la democracia interna funciona. Otra cosa es que en esas reuniones no haya debate interno; de hecho, hay más bien poco. Habría que preguntarse entonces por qué. La razón es muy simple: porque el elector español penaliza el debate interno de los partidos. Por razones que los sociólogos harían bien en estudiar, el elector español, cuando ve a unos señores discutiendo en su propia casa, tiende a pensar: Si estos señores no se ponen de acuerdo para resolver sus problemas ¿cómo les voy a encargar que resuelvan los míos? G.C.— En mi caso, no es que no crea en las primarias, sino que estoy persuadido de que los sistemas responden a sus propias lógicas, y de que las primarias cumplen perfectamente su papel en el sistema estadounidense donde realmente no hay partidos políticos, o no los hay tal y como nosotros los entendemos, es decir, partidos con una fuerte densidad ideológica, partidos de adhesión, de militancia, de encuadramiento, con una voluntad de permanencia, y no con esos aparatos electorales que se montan y se desmontan en función de las convocatorias y que básicamente vertebran grandes corrientes de opinión, grupos de intereses, etc., pero no en España. A.O.— Lo que entonces ocurre, de hecho, es que el modelo del partidoparlamento, que es el de los partidos iniciales de la transición, acaba siendo penalizado. La UCD, por ejemplo, fue un partidoparlamento, en parte porque no era un partido sino más bien un parlamento. Aquello tuvo una trayectoria muy positiva en muchísimos aspectos, pero, sin embargo, a la hora de la verdad, todo se resolvió en la famosa pintada de Ha uCDido lo que ha tenido que UCDer. Y así, a partir de 1982, el partido socialista plantea al elector el modelo de partido ejecutivo y no el de partidoparlamento; se trata de un partido común, con un jefe que es el Jefe del Gobierno real o futuro, y una estructura puramente ejecutiva, enormemente jerárquica, vertical, en la que incluso se le ofrece al ciudadano un cartel con una sola cara. Ese modelo tuvo un apoyo popular espectacular y, de hecho, el centroderecha no llegó al poder hasta que no consiguió clonarlo. G.C.— En cambio, sí que creo que hay déficits de democracia interna serios, graves. Lo estamos viviendo en todos los comicios electorales generales. Aquí tendríamos que invocar otros factores de tipo sociológico, el papel de los medios, la simplificación de los procesos electorales o la estilización de las campañas, que al final determinan que las elecciones sean una confrontación entre iconos. Además, los componentes parlamentarios se han desdibujado en aras de fuertes signos culturales de presidencialismo. Es verdad que nuestro Presidente del Gobierno no es un mero primus ínter pares, que ocupa una posición institucional singularizada. Pero, en definitiva, su posición institucional deriva de una elección parlamentaria, no de una elección popular directa. A.O.— Yo creo que, sin ninguna duda, en los partidos españoles su gran capital son sus electores, no su aparato; su aparato es algo necesario e imprescindible, pero el mismo ciudadano tiende a captar, que reducir un partido a su aparato sería precisamente resucitar todos los aspectos más negativos del sistema. G.C.— Hay una constatación histórica curiosa. Tanto en materia electoral como constitucional, hay una tendencia bien comprensible a la petrificación de las instituciones y de las normas. Es decir, una clase política que ha resultado beneficiaría de un determinado mecanismo electoral se siente, en principio, muy poco inclinada a su reconsideración. De hecho, nuestro sistema electoral proviene de la reforma política; pasó por la Constitución sin romperse ni mancharse. A.O.— Me gustaría saber tu opinión acerca de uno de los elementos que se excluyeron en la Constitución y sobre el que he leído recientemente algún artículo de opinión. Recuerdo uno de Jiménez de Paiga, en ABC, que aludía al despilfarro político que supone para un país el hecho de que personas que han aportado a la vida democrática muchos años de trabajo, queden excluidas, marginadas. Es el caso de los senadores vitalicios italianos, por ejemplo. Volveríamos así a la extinta figura de los senadores reales. G.C.— La expresión inequívoca, rotunda, del perfil reformista de nuestra Constitución se encuentra en la institución de la Corona y en su titularidad. Que la Transición en sus fundamentos y en su fondo responde a un modelo reformista es innegable. Y, del mismo modo, tan evidente o tan innegable resultaba para la izquierda, y en general para las fuerzas de la oposición antifranquista, que hubo que compensar o neutralizar esa diafanidad con muchos elementos de compensación. Y uno de esos elementos de compensación pudo estar en la imposibilidad de plantear el mantenimiento de los cuarenta senadores de designación regia. Se equivocan quienes plantean la reforma de la Constitución desde la discrepancia (Gabriel Cisneros) A.O.— No sé si sería interesante recuperar esa figura. Parece más interesante para el país mantener a estas personas vinculadas a la política, incluso con una mayor libertad respecto a lo que pueda ser el juego de aparatos de partido. G.C.— Esa sugerencia me plantea reflexiones encontradas. Por una parte, me parece útilísimo encontrar un acomodo en la institución adecuada a unas vocaciones políticas que ya han cumplido su etapa, con el fin de ejercer una suerte de magisterio social. Ahora, desde la perspectiva de los principios, de la pureza del modelo, reconozco que el cruce entre un Senado que suponemos federalizante, territorial, etc, y al mismo tiempo con estos otros elementos más propios de una Cámara de notables, me plantea muchas dificultades desde una perspectiva conceptual. A.O.— Se me ocurre otro elemento que puede ser positivo en esa condición híbrida del Senado y es que, por ejemplo, quienes han sido presidentes del Gobierno han tenido como parte de su tarea el lidiar, día a día, esa tensión autonómica, y han conseguido porque la verdad es que se ha conseguido mantenerla en unos límites de racionabilidad, que les dan una cierta autoridad respecto a posiciones extremas. No creo que nuestros expresidentes tuvieran demasiados problemas para entenderse con los nacionalistas, sino más bien al contrario. Eso podría dar un componente arbitral de autoridad moral de cierto interés en esos casos concretos. G.C.— Es precisamente en el desarrollo del Título Octavo donde sí existe un elemento de criptoreforma. En mi ánimo no estuvo nunca que el artículo 150.2 que es una norma, en mi opinión, muy infeliz, con unas potencialidades disgregadoras tremendas pudiera ser objeto de una utilización no explícita en la redacción de los Estatutos catalán y vasco. Hay un documento histórico de nuestra historia reciente que está muy enterrado y que fue el que contenía los motivos de desacuerdo que el Gobierno Suárez presentó a las redacciones originarias de los Estatutos catalán y vasco. Un simple cotejo a triple columna de cómo vinieron ambos Estatutos desde las Asambleas Regionales que los elaboraron, cuáles fueron los motivos de desacuerdo expresados por el Gobierno y cuál fue el resultado final, sería muy útil para desvelar hasta qué punto ese asalto a la Constitución por parte de los nacionalismos se produce ya desde el mismo año 1979. EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS A.O.— Yo diría que eso nos lleva a un aspecto para mí, decisivo, y es la ambivalencia de términos cuando se nos habla de hechos diferenciales. ¿Qué se está queriendo decir con que existe un hecho diferencial? Ahí es donde entra en juego la simetría o asimetría de los planteamientos, porque el espíritu del Título Octavo es un espíritu de reconocimiento y respeto de la diferencia ajena, no una facultad de impedir que otros sean iguales a uno mismo. G.C.— Es que ahí no hubo ni unanimidad ni compromiso. Lo que hubo fue un equilibrio, una especie de compromiso apócrifo, a través del cual se alcanzó el acuerdo sobre la reserva mental de atribuir a las mismas palabras diversos significados. Lo que yo oigo ahora son voces que no apuntan a la reforma del Título Octavo, sino más bien al Título Preliminar de la Constitución, y a los artículos primero y segundo, en concreto al artículo segundo. Y eso no significa en absoluto reformar la Constitución, sino dinamitarla. El problema es la ignorancia deliberada de la soberanía del pueblo español, que hasta que no se demuestre lo contrario es única e indivisible. Otra cosa son los poderes, las competencias, las atribuciones concretas que dentro del concepto de soberanía se integran y que pienso son susceptibles del reparto, como lo están siendo, y de traslación hacia ámbitos transnacionales, como el europeo. Pero en todo caso sin afectar a lo que es la piedra angular de la Constitución, que en mi opinión es el artículo segundo, donde se asegura que la Constitución se fundamenta en la unidad indisoluble de la Nación española. No dice fundamenta la unidad indisoluble española, sino que se fundamenta en ella. Quisimos dejar muy sentado que la unidad nacional era un presupuesto, un valor preconstitucional y una condición de la Constitución misma. Por consiguiente, esto no se puede poner en cuestión sin que lancemos toda la Constitución por los aires y, con ella, todo lo que tiene de paraguas, de tutela de los derechos y de las libertades individuales de todos los españoles. El elector español penaliza el debate interno de los partidos (Andrés Ollero) A.O.— Hay españoles que son diferentes, respetamos que sea así y no tenemos nada en contra de eso, ni entendemos que para afirmar a España haya que negar esa diferencia. Pero ese planteamiento el que reconoce una diferencia existente no tiene nada que ver con el planteamiento que se maneja desde determinados partidos nacionalistas: negar que otros españoles puedan ser iguales que ellos. Entonces se dan situaciones como la que sigue: un partido nacionalista solicita determinada cuestión, una transferencia, por ejemplo y se le concede. Si a los dos días se le otorga también a Extremadura, los nacionalistas se sienten agraviados porque ya han dejado de ser diferentes. Este planteamiento nada tiene que ver con el anterior. Usted tiene una realidad diferente, yo se la reconozco y se la respeto, pero ahora respete usted que los demás organicen su diferencia o su igualdad como les guste; eso es lo que no siempre se respeta. Hay una especie de intento de imponer que los demás sean diferentes a nosotros; ése es el problema. Por esa vía, estaríamos pasando de respetar el hecho diferencial catalán a imponer el hecho diferencial extremeño. Ésa es la cuestión, sobre todo cuando el Estado de las Autonomías, no lo olvidemos, pretendía también abordar otro problema de gran calibre: el de la solidaridad autonómica en una nación como la española, enormemente desigual. G.C.— Yo me escandalizo ante iniciativas tales como la Declaración de Barcelona. Pero modulo claramente mi grado de irritación con respecto a los distintos firmantes. Es decir, el BNG era un partido marxistaleninista, residual ahora ya no, obviamente pero quiero decir que no estuvo presente en el momento constituyente. El PNV nunca se integró plenamente en el acuerdo constituyente, sino que curiosamente, contribuyó a formarlo. Pero, en todo caso, no tenemos derecho a quejarnos de que se reitere exactamente en las mismas posiciones en las que estaba hace veinte años. Una de las cosas que me sorprende del discurso de Arzallus es lo pétreo que resulta; es triste encontrarse de pronto con afirmaciones que las reconoces en la lectura del debate constitucional. Pero ciertamente, no es el caso de Pujol, que fue un artífice capital del proceso. Por consiguiente, tengo que reservar mi juicio más severo para él, porque recuerdo con emoción la primera intervención de Pujol en el Congreso, en la sesión constitutiva después de las elecciones del 15 de junio. Recuerdo que citó a Cambó. Creo que ahí ha habido un proceso de desenganche y de escalada en el descompromiso. A.O.— Lo que más me llama la atención de esa Declaración es la exclusión del Partido Andalucista, un partido que en este momento tiene represéntación parlamentaria en Andalucía, que la ha tenido en las Cortes, que en el Congreso de los Diputados ha llegado a tener cinco parlamentarios en algún momento, y a ser decisivo en alguna investidura de Presidente de Gobierno. No olvidemos tampoco que llegó a tener dos parlamentarios en el Parlament de Cataluña, algo verdaderamente original e insólito, que no se ha vuelto a repetir. No se acaba de entender esa exclusión, sobre todo cuando Andalucía se convirtió en Comunidad histórica un 28 de febrero por la fuerza de los votos. G.C.— Pero lo cierto es que lo que no estaba en el ánimo de los constituyentes estuvo en el seno de la sociedad española. Y lo protagonizaron los andaluces. ¿Qué es lo que ocurrió? Yo creo que lo que ocurrió es que, al calor de las condiciones de la libertad recuperada, en el seno de la sociedad española percibimos una demanda mucho más fuerte que la demanda de la libertad, que era la demanda de igualdad. Yo creo que el fenómeno de agravio comparativo se produjo con la emergencia de ese millón de personas, o las que hubiera, en las calles de Sevilla, Granada, etc. Al final, la esencia de los nacionalismos es que son identitarios; es que se afirman en diferencia hacia el otro y en gran medida en la hostilidad hacia el otro. A.O.— Es interesante insistir en ese doble aspecto, porque no solamente parece haber una especie de cierre involutivo dentro de las propias fronteras por parte de los nacionalistas (que además se está produciendo paulatinamente), sino que además el nacionalista exige un tratamiento privilegiado por el Gobierno del Estado, en el ámbito competencial del Estado. G.C.— Y, desde esa perspectiva, yo entiendo que, efectivamente, ya hemos vivido mayorías suficientes o significativas, apoyadas ocasionalmente como es el caso de UCD por distintas fuerzas políticas. El proceso constituyente, por otra parte, absorbió mucha parte de esa etapa y la correlación de fuerzas importaba menos. Hemos vivido mayorías absolutas, regímenes consorcionales protagonizados por el Si hay un precepto en la Constitución que tiene un vabr de homenaje y respeto a la Historia es la Disposición Adicional Primera (Gabriel Cisneros) PSOE, y por el PP en este momento, y nos falta por experimentar la hipótesis de la gran coalición. A.O.— Ese peligro de presión continuada de unos nacionalistas, que se saben llave y partido bisagra obligado, existe y va a continuar puntualmente, porque las mayorías absolutas no son fáciles. Sin embargo, puede ir encontrando paulatinamente un posible freno, en la medida en que esa tensión se haga agobiante: el que en un momento dado suija esa gran coalición. G.C.— Yo creo que a los dos grandes partidos nos aproxima lo programático. Nos aproximan los retos a los que hay que hacer frente, como gestionar con mejor o peor fortuna la economía libre de mercado, más globalizada, con más retos competitivos a los que no se puede volver la espalda. Nos aproximan las bases de eso que podemos llamar el consenso social demócrata sobre el bienestar. Nadie cuestiona, o nadie pretende cuestionar, la necesidad de que el Estado cargue sobre sus hombros el apoyo a los más desfavorecidos, aun cuando nos separen, naturalmente, los métodos, las políticas para decidir cuáles son los mejores caminos para hacer frente a eso. Nos aleja la historia, nos aleja la cultura psicológica. Yo creo que hace falta algún paso generacional para quebrantar el mito de la virtud de la izquierda. Todavía hoy se puede oír decir con naturalidad que quienes critican a Felipe González son antidemócratas. Esta especie de verdad establecida es ñuto de la época reciente, fruto de la deslegitimación que sobre el concepto de derecha impera como consecuencia del franquismo. Eso aún no se ha superado y, por consiguiente, la izquierda parece tener el monopolio de la compasión. La derecha es egoísta, insolidaria y rapaz, absolutamente ajena a la suerte de los infelices, no compasiva, y sólo en virtud de una dispensación, nadie sabe por qué, gratuita, de una especie de imposición de manos, por parte de la izquierda, ésta ostenta los títulos de legitimidad democrática. A.O.— Hay que ver en qué medida las fórmulas de gobierno que en la práctica han ido funcionando no contribuyen de una manera enormemente eficaz a luchar contra esos mitos. Recuerdo la primera reunión de la Junta Directiva Nacional del Partido Popular, después de las elecciones del 96, cuando José María Aznar, en su primera intervención, comentó (y creo que fue una frase feliz porque exponía la realidad de una manera como luego se ha visto notable): Ahora sí que el partido se va a centrar. Y es que era obvio que se hacía necesario un entendimiento con los partidos nacionalistas. Yo creo que se ha producido un gran cambio de mentalidad, no sólo en el electorado del Partido Popular, sino muy especialmente en sus militantes. O sea, que hemos pasado de tener algunos antiguos militantes que, prácticamente, excluían de su mundo mental el Título Octavo, a una situación como la actual, donde no sólo el militante sino, sobre todo, el ciudadano medio entiende lo que es la gobernabilidad, y la necesidad de que esa gobernabilidad se produzca, aunque sea compartida con los nacionalistas. Eso es algo muy positivo. G.C.— Yo creo que, en el futuro, o se reconduce el discurso nacionalista hacia los presupuestos constitucionales, o esa coalición estará relativamente próxima. Sobre todo, teniendo en cuenta que hay propuestas como la de la Disposición Adicional Primera. Y es que Xabier Arzallus ha dicho que él puede acceder a su independencia desde el respeto a los presupuestos constitucionales, en virtud de una ingeniería jurídica de dicha disposición. Yo creo que toda la Constitución es normativa, desde luego, también la Disposición Adicional Primera, sin duda. Pero si hay un precepto en la Constitución que tiene un valor simbólico, un valor de homenaje a la Historia, más que propiamente normativo es la Disposición Adicional Primera. A.O.— Además, con esa gran coalición se tendría que dar por enterrada de una vez la guerra civil. Y que conste que yo no simpatizo nada con esa gran coalición, mucho menos en la situación actual por razones obvias, porque la otra parte contratante tiene todavía muchas historias que arreglar. Pero, en cualquier caso, ese horizonte de una posible gran coalición está ahí, llegará en su momento y, desde luego, supondrá enterrar definitivamente el fantasma de la guerra civil. G.C.— Pues fíjate por dónde hemos llegado, por un camino un poco tortuoso, a una conclusión que yo considero, sin embargo, más deseable, más verosímil, e incluso si salimos de la coyuntura concreta en la que esta conversación está teniendo lugar, quizá más próxima de lo que podamos pensar.