Nueva Revista 088 > Fausto, una novela epistolar

Fausto, una novela epistolar

Iván S. Turguéniev

Extracto de la primera parte de Fausto que engloban una serie de cartas de Pavel Alexándrovich a Semión Nikoláievich.

File: Fausto, una novela epistolar.pdf

Referencia

Iván S. Turguéniev, “Fausto, una novela epistolar,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/113.

Dublin Core

Title

Fausto, una novela epistolar

Subject

Lecturas de verano

Description

Extracto de la primera parte de Fausto que engloban una serie de cartas de Pavel Alexándrovich a Semión Nikoláievich.

Creator

Iván S. Turguéniev

Source

Nueva Revista 088 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

LECTURAS DE VERANO Fausto (Una novela epistolar) por IVÁN S. TURGUÉNIEV Entbehren sollst du! sollst entbehren! Fausto, Ia Parte CARTA PRIMERA De Pavel Alexándrovich B... a Semión Nikoláievich V... Aldea de M...skoe, 6 de junio de 1850 Mi querido amigo: llegué hace cuatro días y, según te prometí, tomo la pluma para escribirte. Está lloviznando desde por la mañana, imposible salir; mas, por otra parte, aun sin esta circunstancia, me hubiese gustado departir contigo. Heme de nuevo aquí, en mi viejo nido, al cual no había vuelto (triste es decirlo) desde hacía nueve años. A decir verdad, cuando pienso en ello, me parece que ya no soy el mismo hombre. Y, efectivamente, soy muy otro. ¿Te acuerdas de aquel espejo pequeño y oscuro, adornado de raras volutas en los ángulos, que estaba colgado en el salón y que perteneció a mi abuela? Muchas veces me preguntaste qué podía haber reflejado ese espejo cien años ha. Al llegar ahora me he mirado en él e involuntariamente me he sobrecogido al ver súbitamente cómo he envejecido, cómo he cambiado en estos últimos años. Pero no he envejecido solo. Mi casa, que hace mucho tiempo no es nueva, apenas puede tenerse en pie; parece como que se haya achicado y que se hubiese hundido en el suelo. Mi buena Vassilevna, mi aya (no habrás olvidado las buenas compotas que te preparaba), está ahora hecha un pergamino, y muy encorvada; cuando me vio, no pudo pronunciar una palabra, pero no lloró; exhaló algunos gemidos, y luego, presa de un acceso de tos, se dejó caer, aniquilada, en una silla, agitando los brazos. El viejo Terenty, como en los tiempos de antaño, se mantiene erguido y anda volteando las piernas, siempre vestido con un pantalón amarillo de nankin, y calzando siempre zapatos de piel de cabrón, que rechinan a cada paso, con aquel tarso tan alto y aquellos nudos de cintas ante los cuales tantas veces te extasiaste... ¡Pero, Señor! ¡Cómo flota este pantalón sobre sus piernas escuálidas! ¡Cómo han blanqueado sus cabellos! Su cara se ha encogido, y no es mayor que el puño. Cuando Terenty me habló y cuando oí que daba órdenes en la sala de al lado, me dieron ganas de reír y al mismo tiempo me compadecí de él. Ya no tiene ningún diente y articula mal, emitiendo un silbido cuando habla. En cambio el jardín ha prosperado prodigiosamente. Los modestos grupos de lilas, de acacias, de madreselvas que plantamos los dos —¿te acuerdas?— se han convertido en bosquecillos espesos; los abedules y las arcas se han desarrollado, redondeado; pero lo más hermoso de todo son los paseos de tilos. Éstos me gustan sobremanera; me gusta el tierno matiz grisverde de su follaje, el fresco perfume del aire bajo sus ramas, sus florecillas tornasoladas esparcidas sobre la tierra gris. Ya recordarás que en mi jardín no hay arena. Mi pequeña encina favorita se ha convertido en un magnífico árbol joven. Ayer, en pleno día, estuve más de una hora sentado en un banco a su sombra. ¡Me sentía completamente feliz! A mi alrededor la hierba florecía alegremente; cundía por doquier una luz dorada, fuerte y dulce, que aún penetraba bajo el follaje. ¡Y cuánto gorjear de pájaros! Espero que no hayas olvidado mi pasión por los pájaros. Las tórtolas arrullaban sin cesar; de vez en cuando la oropéndola lanzaba su nota estridente, y el pinzón repetía su gracioso estribillo, los mirlos disputaban silbando, el cuclillo cantaba a lo lejos, y en el momento más inesperado el pico negro dejaba oír su grito agudo. Yo escuchaba, escuchaba sin cansarme las apacibles armonías, y me abstenía de hacer el más pequeño movimiento; mi corazón estaba perezoso y conmovido. No es solamente el jardín lo que ha prosperado; continuamente veo a muchachos robustos en los cuales a duras penas puedo reconocer a los chiquillos de otro tiempo. No puedes hacerte idea de lo que ha llegado a ser tu favorito, el pequeño Tomás. ¡Temías por su salud, le pronosticabas la tisis! ¡Mas si pudieses verlo ahora! Sus manos enormes y rojas no caben en las mangas estrechas de su sobretodo; ¡qué paquetes de músculos han brotado en todo su cuerpo! Su cuello es como el de un buey; su cabeza está enteramente cubierta de bucles rubios y tiesos; es un verdadero Hércules de Farnesio. Sin embargo, su cara ha cambiado menos que la de los otros chiquillos de su edad; su cabeza casi no ha aumentado de volumen y su alegre sonrisa, «radiante», como decías, es la misma. He puesto a Tomás a mi servicio particular en Moscú; abandoné a mi ayuda de cámara de San Petersburgo; le gustaba demasiado humillarme, haciéndome sentir su superior experiencia en las maneras del gran mundo y de la capital. No he encontrado tampoco a uno solo de mis perros; todos han muerto. Nefka fue el último superviviente, pero no pudo esperar a mi regreso, como Argos el de Ulises; sus ojos oscuros no han vuelto a ver al antiguo amo y camarada de caza. Sólo Chavka está viva todavía y ladra con la misma voz ronca de siempre; tiene la oreja invariablemente desgarrada y la cola llena de bardanas. Me he alojado en tu antigua habitación. Cierto es que el sol la hiere de firme y que en ella abundan las moscas, pero a cambio, en ella es menos perceptible ese olor de moho que despiden las otras piezas. Cosa extraña, este perfume de vetustez, un poco agrio, de las cosas marchitas, remueve fuertemente mi imaginación. No es que este olor me desagrade, muy al contrario; pero no puedo remediar que me cause tristeza. Como a ti, me gustan las viejas cómodas hinchadas, ornadas de cerraduras de cobre repujado; los sillones blancos con respaldos ovales y pies retorcidos; las arañas de cristal, ensuciadas por las moscas, con su gran bola de latón en medio. En una palabra, me gustan los muebles de mis abuelos, pero no puedo soportar tenerlos siempre ante mí; al cabo de un rato un hastío inquieto —sí, ésa es la palabra— se apodera de mí. El cuarto que he escogido está amueblado sencillamente, con objetos fabricados por nosotros. Sin embargo, he dejado en un rincón un armario vidriado, a través del polvo de cuyos cristales se ve, colocada sobre los estantes, la antigua vajilla de cristal soplado, azul o verde. De la pared mandé colgar el cuadro negro que contiene el retrato de quien llamaban «Manon Lescaut». El retrato ha perdido algo en estos nueve años; pero sus ojos tienen la misma mirada pensativa, tierna y maliciosa; los labios conservan una sonrisa furtiva y triste a la vez, y la rosa, medio deshecha, sigue deshojándose entre sus dedos sutiles. Las cortinas de mi cuarto me divierten mucho. Algún tiempo fueron verdes, pero el sol las ha vuelto amarillas; representan escenas de una novela de Alincourt, pintadas con tonos negruzcos. En una de las cortinas se ve a un ermitaño con una enorme barba, los ojos desencajados, llevándose hacia la montaña a una joven con la cabellera suelta. La otra cortina me hace asistir a una lucha terrible entre cuatro caballeros con boina, y mangas afolladas sobre las espaldas; uno de ellos yace inanimado, pintado en cuatro manchas. Vamos, que todos los horrores del mundo están representados en mis cortinas, mientras alrededor reina una calma imponderable, y las cortinas mismas proyectan en el suelo reflejos suavísimos. Desde que estoy aquí, mi alma no aspira más que el reposo; no quiero ver a nadie, no me preocupa la menor quimera, y tengo pereza de reflexionar, aunque no pereza para recordar —ya sabes que son dos cosas harto distintas—. Al principio me abandoné a los recuerdos de la infancia... Doquiera que fuese, allá donde se fijaban mis ojos surgían claros, fieles, los menores detalles, precisos como si hubiesen cristalizado. En seguida esos recuerdos dejaron paso a otros. Después... después he ido poco a poco alejándome del pasado, quedándome únicamente cierto peso en el corazón. Figúrate que, sentado junto al muro, bajo el codeso, me puse a llorar, y hubiese llorado largo tiempo a pesar de mi edad, de no haber pasado por allí una campesina; me dio vergüenza verme sorprendido así. Miróme con curiosidad, y luego, sin volver la vista hacia mí, me saludó muy bajo y desapareció. Quisiera permanecer en este estado de espíritu —sin las lágrimas, se entiende— hasta mi partida, es decir, hasta el mes de septiembre; me contrariaría en extremo que alguno de mis vecinos tuviese la ocurrencia de visitarme. Pero no teniendo parientes próximos me parece que esta aprensión es superflua. Tengo la seguridad de que me comprendes; por experiencia propia, sabes cuán saludable es la soledad. Y después de mis peregrinaciones sin fin, tengo una gran necesidad de ella. Sé que no me aburriré. Me he traído algunos libros, y además, aquí tengo a mi disposición una magnífica biblioteca. Ayer me entretuve abriendo los armarios y removiendo durante mucho tiempo las encuademaciones mohosas. Encontré libros curiosos que no había notado nunca, entre otros una traducción manuscrita de Cándido, fechada en 1770; después, diarios y revistas de la época; por fin El camaleón triunfante (esto es, Mirabeau), El labriego pervertido, etcétera. He desenterrado un montón de libros de niños, mis antiguos libros; los de mi padre, los de mi abuela, y, ¡pásmate!, hasta los de mi tatarabuela: sobre la encuademación abigarrada de una vieja gramática francesa, he podido leer esta inscripción en gruesas letras: «Ce livre appartient á Mlie. Eudoxie de Lavrine» y, debajo, la fecha: 1741. También he descubierto los libros que en otro tiempo traje del extranjero, y entre ellos uno que me ha causado viva satisfacción, el Fausto de Goethe. Probablemente ignoras que en cierta época me sabía el Fausto de memoria, desde el principio hasta el fin (la primera parte, no hay que decirlo). Pero cada edad tiene sus preferencias, y durante los últimos nueve años no he abierto las obras de Goethe ni una sola vez. De todos modos, ¡con qué sentimiento inexplicable he vuelto a ver el pequeño volumen para mí tan familiar, una mala edición de 1828! Tomé el libro, me tendí en la cama y empecé a leer. ¡Cuánto me arrebató la admirable primera escena: la aparición del Espíritu de la tierra! ¿Recuerdas las palabras? In Lebens Fluth, in Thaten Sturm, Walle ich auf und abl Tiempo hacía que no había experimentado tal escalofrío de emoción. Lo he recordado todo: Berlín y mi vida de estudiante, Fraülein Clara Sitch, en el papel de Margarita; Seidelman, como Mefistófeles, la música de Radzivill, todo... todo... Largo rato he pemianecido sin poder conciliar el sueño: mi juventud se irguió ante mí, como un fantasma, y corrió por mis venas un fuego, un veneno; mi corazón se dilató y no quiso ya encogerse de nuevo; todas sus cuerdas vibraron, y los deseos surgieron de él a borbotones... ¡Maravíllate de los extremos a que los se entrega tu amigo, que no está muy lejos de los cuarenta, solo, en su casa desierta! ¡Si alguien me viera así! Pues bien, no me habría avergonzado lo más mínimo. Avergonzarse es también señal de juventud y... ¿sabes lo que me advierte que envejezco? Pues que ahora me esfuerzo en exagerarme a mí mismo mis sensaciones alegres y en ahogar los sentimientos tristes; cuando era joven hacía lo contrario. Entonces estimaba la tristeza como un tesoro, y me avergonzaban mis arranques de alegría. Y no obstante me parece que, a pesar de toda mi experiencia de la vida, aun hay algo sobre la tierra, amigo Horacio, que no he visto todavía, y ese algo quizá sea lo esencial. ¡Ya ves a qué locura he llegado! ¡Adiós! Hasta otra vez. Y a ti, ¿cómo te va en San Petersburgo? A propósito; Savelli, mi cocinero, me ruega que te mande respetuosos recuerdos de su parte. También él ha envejecido, aunque no mucho; está un poco barrigudo y parece más chiquitín. Aún, como en aquel tiempo, hace muy bien el consommé de pollo, las cebollas cocidas y enfriadas enseguida, y servidas en salsa, las quesadillas con los bordes dentados y los pigus, la famosa sopa agria de la estepa que te blanqueó la lengua e hizo de ella un bastón por veinticuatro horas. En cambio, el asado continúa poniéndolo igual de seco, como si fuera de cartón: uno podría romper los platos con él... Pero basta ya. Adiós. Tu amigo, P. B. i «En la marea de la vida y en el torbellino de los hechos me sumerjo y reaparezco». [N.del T.] CARTA SEGUNDA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 12 de junio de 1850 Tengo que comunicarte, mi querido amigo, una noticia importantísima. ¡Escucha! Ayer, antes de comer, vínome en gana dar un paseo fuera del jardín, y seguí la carretera en dirección a la ciudad. Andar sin objeto, a paso rápido, por una carretera larga y recta, es un ejercicio sumamente agradable. Parece que se tenga una ocupación, que se vaya a un asunto urgente. De pronto divisé un coche que venía en sentido contrario. ¿Acaso una visita?, pensé con secreta aprensión. Pero no; en el carruaje iba un señor con bigotes, desconocido para mí. Me tranquilicé. No obstante, al llegar el carruaje a mi altura, el amo mandó al cochero que detuviese los caballos, y quitándose cortésmente el casquete, me preguntó si era el señor P. B. Me detuve a mi vez, y con el ánimo de un acusado en el interrogatorio, respondí: —Sí, soy P. B. En vano miré como un cordero al señor de los bigotes, diciendo para mí: «Decididamente, he visto a este señor en alguna parte». —¿No me conocéis? —preguntóme él, saltando del carruaje. —Perdonadme, pero me es imposible... —Pues yo os he conocido al punto. Después de algunas explicaciones he comprendido que hablaba con Prymikov, uno de nuestros camaradas de universidad. ¿Te acuerdas de él? «¡ Ah! ¡Qué importantísima noticia! —te dirás en este momento, querido amigo—. Si mis recuerdos son exactos, Prymikov era un muchacho bastante nulo, ni malo, ni tonto». Es cierto, pero escucha la conversación que trabamos en aquel momento: —Tuve una gran satisfacción al saber que habíais vuelto a habitar en nuestro pueblo —me dijo Prymikov —. Somos vuestros vecinos... digo «somos», porque no me alegré solo. —Permitidme que me entere qué otra persona ha tenido esta amabilidad. —Mi mujer. —¿Vuestra mujer? —Sí, mi mujer: hace mucho tiempo que os conoce. —Pues permitid que os pregunte el apellido de soltera de vuestra esposa. —Mi mujer se llama Vera Nikoláievna Eltzova. —¡ Vera Nikoláievna! —exclamé involuntariamente. He aquí la noticia importantísima de que te hablaba más arriba. Pero quizá esta noticia no te parezca tan importante como a mí... Tendré que contarte, pues, algunos acontecimientos de mi pasado... de un pasado muy lejano. Cuando concluimos nuestros estudios universitarios en 183... tenía yo veintitrés años. Tú entraste al servicio del Estado, y yo decidí marchar a Berlín. Pero allí no tenía nada que hacer antes del mes de octubre. Entonces tuve la idea de pasar el verano en Rusia, en el campo; de hacer por última vez el perezoso para volver luego seriamente al trabajo. «Pero ¿adonde iré a pasar el verano?», me pregunté. No tenía ganas de ir a mis tierras; mi padre acababa de morir, y no teniendo allí parientes próximos, temía la soledad, el aburrimiento. Acepté, pues, con júbilo la invitación de un primo hermano que me convidó a veranear junto a él en su propiedad de la provincia de T... Mi primo era un hombre rico, bueno y sencillo; vivía como un gran señor, en un palacio. Me instalé en su casa. Tenía una familia muy numerosa, dos hijos y cinco hijas. Además, su casa siempre estaba llena de gente. De continuo llegaban a ella nuevos huéspedes pero, a pesar de tanto movimiento, la vida no era alegre en aquella casa. Los días pasaban bulliciosamente sin que hubiese modo de aislarse. Todo el mundo vivía para los demás, cada cual por su lado se esforzaba en distraer a la sociedad, en inventar una nueva distracción y, al terminar el día, todos se sentían molidos de la fatiga. Esta vida tenía sus aspectos triviales. Empezaba ya a pensar en mi partida, esperando solamente a que transcurriese el día del santo de mi primo, pero durante la fiesta de ese día vi en el baile a Vera Nikoláievna Eltzova, y me quedé. Tenía ella por entonces dieciséis años, vivía con su madre en una pequeña propiedad, a cinco kilómetros de la residencia de mi primo. El padre de Vera Nikoláievna fue, según dicen, un hombre muy notable; había obtenido muy joven el grado de coronel, y hubiera ido muy lejos de no haber muerto prematuramente, en un accidente de caza, a causa de un tiro que la torpeza de un camarada extravió. Dejó a Vera Nikoláievna muy niña. Su madre era también una mujer excepcional: hablaba varios idiomas y era muy instruida. Tenía siete u ocho años más que su marido, con quien se había casado por amor, dejando que la robasen clandestinamente a sus padres. Soportó con harta dificultad la pérdida de su marido, y vistió de luto durante el resto de su vida. Murió, según me dijo Prymikov, algún tiempo después del casamiento de su hija. Recuerdo perfectamente su rostro expresivo, sombrío, sus copiosos cabellos blancos, sus grandes ojos severos, casi apagados, y su nariz recta y fina... Su padre, llamado Ladanov, había pasado quince años en Italia. La madre de Vera Nikoláievna era hija de una campesina de Albano, que fue muerta al día siguiente del nacimiento de la niña por un campesino transteverino, a quien Ladanov la había quitado... En su tiempo, esta historia hizo mucho ruido. De vuelta en Rusia, Ladanov se encerró en su casa, no saliendo ya de ella, ni de su gabinete de trabajo; invertía el tiempo estudiando química, alquimia y cabalística; buscaba el medio de prolongar la vida humana, e imaginaba que uno puede entrar en comunicación con los espíritus y evocar a los muertos. Sus vecinos le reputaban por brujo. Había amado a su hija con apasionada ternura; la había educado esmeradamente; pero no pudo perdonarle jamás que se hubiese dejado robar por Eltzov. No quiso volver a verlos jamás, ni a ella ni a su marido, y murió solitario después de augurarles una vida dolorosa. Al quedar viuda Eltzova, consagróse enteramente a la educación de su hija. No recibía casi a nadie. Cuando yo conocí a Vera Nikoláievna, figúrate que esta muchacha no había salido del pueblo en su vida, que no había visto jamás una ciudad, ni siquera la de su distrito. Vera Nikoláievna no se parecía en nada a las otras muchachas rusas; tenía un sello particular. A primera vista, llamóme la atención la calma extraordinaria de todos sus movimientos y su manera de hablar. Tenía el aire de no atormentarse por nada, de no preocuparse por nada, respondía con inteligencia y escuchaba atentamente. La expresión de su cara era sincera y sencilla, como la de un niño, pero un poco fría y monocorde, y sin embargo no muy deliberada. Rara vez estaba alegre, y nunca como los demás; la claridad de un alma inocente iluminaba todo su ser más suavemente que la alegría. Era de mediana estatura, muy bien proporcionada y casi declaradamente esbelta; sus facciones eran regulares y finas, su frente bella, sus cabellos de un rojo dorado, su nariz bien dibujada, como la de su madre, sus labios bastante llenos, sus ojos pasaban del gris al negro, y miraban demasiado recto bajo sus pestañas sedosas y largas. Sus manos eran pequeñas, pero no tenían nada de particular; las mujeres «de talento», no tienen manos como las de Vera. Y, en efecto, Vera Nikoláievna no poseía ningún talento extraordinario. Su voz parecía la de una niña de siete años. Fui presentado a su madre en el baile dado por mi primo y, algunos días después, visité a la señora Eltzova por vez primera. Era una mujer muy extraña, de un carácter perseverante y concentrado. Ejerció una gran influencia sobre mí; la respetaba y la temía. Ordenaba todas sus acciones según un sistema, del que no se apartaba jamás; educaba a su hija según este sistema, pero sin privarle de su libertad. Su hija la amaba y la obedecía ciegamente. La señora Eltzova podía confiarle un libro y decirle: «No leas esta página». Vera Nikoláievna hubiera antes saltado la página precedente que dado una ojeada a la prohibida. No obstante, la señora Eltzova tenía también sus ideas fijas, sus preocupaciones. Temía como al fuego a cuanto puede excitar la imaginación, y dejó que su hija llegase a los dieciséis años sin haber leído una sola vez una novela o una poesía. En cambio, Vera Nikoláievna era tan diestra en geografía, en historia y hasta en las ciencias naturales que, en sus coloquios con ella, me encontraba muy a menudo sin saber qué contestar, y no obstante, ya sabes que, en lo tocante a estas materias, no siempre fui de los últimos. Una vez intenté mover a la señora Eltzova a que me hablase de sus preocupaciones, pero no era fácil inducirla a conversar; era extremadamente silenciosa y se limitó por entonces a sacudir la cabeza, diciéndome al cabo: —¿Decís que la lectura de obras poéticas es útil y agradable? Me parece que es preciso, ante todo, escoger en la vida entre lo útil o lo agradable, y atenerse a lo elegido para siempre... Yo también he querido conciliar lo uno y lo otro... ¡Es imposible!... o se pierde uno, o se cae en la trivialidad. Sí, aquella mujer era un ser sorprendente, un ser honrado, altivo y, en su género, no estaba exenta de fanatismo. —Temo mucho la vida —me dijo un día. Y, en efecto, la temía mucho; temía las fuerzas misteriosas de que se compone la vida y que a veces hacen irrupción súbitamente... ¡Desgraciado del hombre sobre quien se desencadenan estas fuerzas! Ellas ya habían puesto a prueba cruelmente a la señora Eltzova; acuérdate de la historia de su madre, de su marido, de su hermano; tales catástrofes impresionarían a los más fuertes. No la vi sonreír nunca. Parecía haber cerrado su alma con un candado, echando luego la llave al mar. Sin duda había sufrido mucho en la vida y no había compartido su dolor con nadie: lo había encerrado todo en sí misma. Se había acostumbrado de tal modo a no dar cauce a sus sentimientos que le avergonzaba exteriorizar, por mínimo que fuera, el amor apasionado que profesaba a su hija. Jamás abrazó a Vera en mi presencia; jamás la llamaba con el diminutivo de su nombre, como es costumbre en Rusia; siempre la llamaba «Vera», a secas. Ahora recuerdo una de las máximas de la señora Eltzova. Un día le dije que los hombres de este siglo tenemos la voluntad un poco quebrantada. —Tenerla un poco quebrantada de nada sirve; hay que destruirla lentamente o no meterse con ella. Pocas personas frecuentaban la casa de la señora Eltzova, pero yo iba a menudo. Instintivamente comprendía que le era simpático. Además, Vera Nikoláievna me gustaba mucho. Conversábamos extensamente y paseábamos juntos. La presencia de la señora Eltzova no nos molestaba en modo alguno; a Vera Nikoláievna no le gustaba estar sin su madre, y por mi parte, no sentía la necesidad de hablarle a solas. Vera Nikoláievna tenía la extraña costumbre de levantar mucho la voz; y por la noche, en sueños, hablaba mucho de todo lo que le había chocado durante el día. Un día, después de haberme mirado atentamente, apoyó la cabeza sobre la mano, actitud que le era familiar, y dijo a bocajarro: —Tengo la convicción de que B. es un hombre excelente, pero que no se puede contar con él. Nuestras relaciones eran de lo más amistosas y tranquilas; sólo una vez creí distinguir en la profundidad de sus ojos algo inusitado: languidez y ternura. Aunque quizá me hubiese engañado. El tiempo pasaba y llegó por fin el momento de señalar mi partida. Mas no me apresuraba a ello. Cada vez que pensaba que no debía volver a ver a aquella encantadora muchacha, a cuya amistad me había acostumbrado, sentía oprimírseme el corazón. Berlín perdía para mítodos sus atractivos. No osaba confesarme a mí mismo lo que pasaba entre mí; por otra parte, no me daba cuenta de ello, tenía como una niebla en el alma. «¿Qué iré a buscar lejos de aquí? —me pregunté—. La verdad no se manifiesta nunca entera. ¿Por qué no casarme?». Imagínate que la idea de casarme no me asustó en aquel momento; al contrario, me alegró. Y el mismo día formulé mi proposición, no a Vera Nikoláievna sino a su madre. La señora Eltzova me miró fijamente: —No —dijo—, no, amigo mío; id a Berlín, quebrantad un poco más vuestra voluntad... Sois bueno, pero no sois el marido que conviene a mi hija. Bajé la cabeza, me sonrojé, y lo que te causará mayor sorpresa: acepté inmediatamente en mi fuero interno que la señora Eltzova tenía razón. Una semana después, partí y no volví a ver a la señora Eltzova ni a su hija. He resumido brevemente mis aventuras, porque sé que no te gusta la palabrería. En Berlín olvidé pronto a Vera Nikoláievna. Pero te confieso que la noticia inesperada que acaba de darme su marido no deja de causarme cierta emoción... Me ha sorprendido gratamente saber que está tan cerca de mí, que es mi vecina, que uno de estos días volveré a verla. El pasado parecía surgir del suelo, para volver a apoderarse de mí. Prymikov, el marido de Vera Nikoláievna, me ha declarado que venía a visitarme a fin de reanudar nuestras antiguas relaciones, y que esperaba tener el gusto de volver a verme pronto en su casa. Me ha contado que ingresó en Caballería, y que ha pasado a la reserva con el grado de oficial; que ha adquirido una propiedad a ocho kilómetros de mis tierras y que intenta dedicarse a la agricultura. Me ha dicho, además, que ha tenido tres hijos, dos de los cuales murieron; sólo le queda una hijita de cinco años. Le he preguntado si también su mujer se acordaba de mí. —Sí, se acuerda de vos —me ha respondido Prymikov, titubeando—. Seguramente —añadió— era muy joven cuando os conoció, casi una niña; pero su madre siempre me habló de vos con elogio, y ya sabéis el gran valor que Vera Nikoláievna concede a las palabras de su difunta madre. Recordé la opinión que la señora Eltzova tenía de mí cuando me dijo que no era el marido que convenía a su hija, e involuntariamente miré a Prymikov, pensando: «Conque eres tú el marido que sí le convenía». Estuvo algunas horas en mi casa. Es un buen chico; habla con tanta modestia, su mirada es tan bonachona que se hace querer sin remedio. Pero su inteligencia no se ha desarrollado desde que le conocimos en la universidad. Quizá vaya a verle mañana. Siento gran curiosidad por enterarme de lo que habrá podido dar de sí Vera Nikoláievna. Tú, bribón, estás burlándote de mí, sentado en tu mesa de jefe de departamento; con todo, te participaré la impresión que me produzca. ¡Adiós! Hasta mi próxima carta. Tu amigo, P. B. CARTA TERCERA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 16 de junio de 1850 Querido amigo: ¡Ya estuve en su casa, ya la vi! Ante todo, debo decirte una cosa extraordinaria: podrás creerme o no, pero ella no ha experimentado el menor cambio en su cara ni en su talle. Cuando estuve en su presencia, a duras penas pude retener esta exclamación: «¡Pero si es una niña de diecisiete años!». ¡Te aseguro que no tiene ni un día más! Sólo sus ojos no son los de una muchacha; por otra parte, no ha tenido nunca ojos de niña: son demasiado claros. Pero tiene la misma calma, la misma serenidad, su voz es la misma, ni una arruga surca su frente; diríase que ha pasado esos años conservada bajo la nieve. Y no obstante cuenta ya veintiocho años y ha tenido tres hijos. ¡Es increíble! No vayas a creer que exagero porque esté prevenido en su favor. Al contrario ¡esta inmovilidad en ella no me gusta nada! Una mujer de veintiocho años, esposa y madre, no debe parecer una muchacha; de lo contrario, es como si hubiese vivido en vano. Me dispensó la acogida más amable, y su marido estaba muy contento de mi visita. Este excelente sujeto sólo desea arrimarse a alguien. Su casa es muy confortable. Vera Nikoláievna vestía como una muchacha: blanca de pies a cabeza, con un cinturón blanco y una cadena de oro alrededor del cuello. Su hijita es muy hermosa, pero no se le parece en nada; recuerda a su abuela. En el salón, sobre el diván, se halla un retrato de notable parecido con aquella extraña mujer. Me ha llamado la atención apenas entré allí. Parecía mirarme fijamente y con severidad. Nos sentamos y entablamos conversación, evocando recuerdos del pasado. De vez en cuando, sin querer, contemplaba el sombrío retrato. Vera Nikoláievna estaba sentada debajo de él, en su sitio favorito. Figúrate mi asombro al saber que hasta hoy Vera Nikoláievna no ha leído una sola novela ni una poesía: en resumen, ninguna «historia inventada», como dice ella. Esta increíble indiferencia para los goces más elevados del espíritu me ha disgustado. Tratándose de una mujer inteligente y, por lo que yo acierto a juzgar, capaz de sentir finamente, esto es algo verdaderamente imperdonable. —¿Es norma en vuestra casa no leer jamás una obra de ficción? —le pregunté. —No he tenido ocasión de leerlas —me respondió. Y añadió—: No tengo tiempo. —¿No tenéis tiempo? ¡Me asombráis! . Me dirigí a Prymikov y le dije: —Deberíais procurarle estos goces. —No quisiera otra cosa... —dijo Prymikov; pero Vera Nikoláievna le interrumpió: —Sé sincero: tú no has sido tampoco muy entusiasta de los versos... —En efecto, no me gustan mucho los versos... pero las novelas, eso ya es otra cosa. —¿Pues en qué os ocupáis? ¿Cómo divertís vuestras veladas? ¿Jugando a los naipes? —Algunas veces jugamos a los naipes —respondió Vera Nikoláievna—. En fin —añadió—, ¿hay que leer forzosamente fábulas? También nosotros leemos... Hay libros muy interesantes que contienen algo más que poesías... —¿Por qué miráis con encono la poesía? —No la miro con encono... Desde mi infancia me acostumbré a no leer libros de imaginación... así lo quiso mi madre... y a medida que avanzo en la vida, me convenzo más y más de que todo lo que mi madre ha hecho, todo lo que ha dicho, era la verdad, la santa verdad... —Desgraciadamente no puedo compartir vuestra opinión; estoy persuadido de que os priváis sin causa del goce más puro y más honesto... No os repugna la música, ni la pintura... ¿Por qué os repugna la poesía? —No me repugna. Todavía no se me ha presentado ocasión de conocerla... eso es todo. —Pues tendré el gusto de dárosla a conocer... ¿Vuestra madre os ordenó ignorar eternamente la literatura? —¡No!... Cuando me casé, mi madre retiró todas sus prohibiciónès... Pero no se me ha ocurrido jamás la idea de leer... de leer novelas. Escuchaba a Vera Nikoláievna con estupefacción; no esperaba semejante descubrimiento. Ella me dirigía su mirada tranquila, semejante a la de un pájaro que no tiene miedo. —¡Os traeré un libro! —le dije. Pensé ert Fausto, que acábaba de leer. Vera Nikoláievna exhaló un leve suspiro. —¿Será alguna novela de Jorge Sand? —preguntó con alguna timidez. —¡ Ah! ¿Oísteis hablar de Jorge Sand? ¿Y qué mal habría en que leyerais una de sus novelas...? No, os traeré un libro de otro autor. ¿Habéis olvidado el alemán? —No, no lo he olvidado. —Habla como una alemana —exclamó Prymikov. —¡Perfectamente! Voy a traeros... Ya veréis qué libro os he escogido. —Bien, no soy curiosa... Vamos ahora al jardín; mi Natacha se cansa de estar aquí... Vera Nikoláievna se puso un sombrero de paja redondo, un sombrero de niña, idéntico al que llevaba su hija, aunque un poco mayor. Salimos al jardín. Yo iba a su lado. Al aire libre, bajo la sombra de los altos tilos, su rostro me pareció aún más agradable, sobre todo cuando se volvía ligeramente hacia mí e inclinaba la cabeza atrás para mirarme bajo el ala de su sombrero. De no ver a su marido que andaba detrás de nosotros, y a su hijita que saltaba a nuestro alrededor, hubiese podido creer que en lugar de treinta y cinco años no tendría yo más que veintitrés y que me preparaba para mi viaje al extranjero; la ilusión era completa, pues hasta el jardín en que nos hallábamos se parecía al de la señora Eltzova. No pude contenerme y comuniqué mis impresiones a Vera Nikoláievna. —Todo el mundo me dice que he cambiado poco exteriormente —respondió —. Por lo demás, tampoco he cambiado mucho moralmente —repuso. Nos acercamos a un pabellón chino. —En nuestro jardín —dijo Vera Nikoláievna— no teníamos un pabellón como éste. No importa que esté deteriorado, casi en ruinas; el interior es muy fresco. Se está muy bien en él. Entramos en el pabellón, y lo examiné. —¡Vera Nikoláievna! —exclamé—; ¿por qué no mandáis traer una mesa y algunas sillas? Este pabellón me parece delicioso, y me gustaría mucho leeros aquí el Fausto de Goethe... Sí, tal es el libro que intento leeros. —Tenéis razón; aquí no hay moscas —respondió Vera Nikoláievna con toda la sencillez de su corazón—. ¿Y cuándo volveréis? —continuó. —Pasado mañana. —Perfectamente, daré las órdenes oportunas. Natacha, que había entrado con nosotros en el pabellón, dio de pronto un grito, y retrocedió palidísima. —¿Qué tienes? —preguntó su madre. —¡Ah, mamá! —gritó la niña, señalando con el dedo un rincón del aposento —, ¡qué horrible araña! Vera Nikoláievna examinó el rincón; una enorme araña abigarrada trepaba por el muro. —¿Eso te da miedo? —preguntó a la niña—. Las arañas no pican..: Mira. Antes de que yo pudiese impedírselo, Vera Nikoláievna tomó el feo insecto en la mano, lo dejó correr en su palma, y después lo echó afuera. —Admiro vuestro valor —le dije. —No se necesita valor para eso. Esta araña no es venenosa. —Veo que seguís igual de fuerte en historia natural... Pero, de todos modos, no hubiese querido tocar ese animalito. —Es una araña inofensiva —repitió Vera Nikoláievna. La pequeña Natacha nos contempló a ella y a mí consecutivamente sin decir nada, y luego sonrió. —¡Cómo se parece a vuestra madre! —exclamé. —Sí —respondió Vera Nikoláievna con una sonrisa de satisfacción—, eso me deleita... Pido a Dios que la semejanza no se limite a la cara. Nos llamaron para comer, y poco después me retiré. N. B. — La comida fue muy apetitosa. ¡Abro este paréntesis para ti, gastrónomo! Mañana llevaré el Fausto. Temo hacer un fiasco con el viejo Goethe. Te contaré todos los detalles. Vamos a ver, ¿qué opinas de los acontecimientos? Sin duda te figuras que me ha causado una impresión irresistible, que estoy al borde del amor, etc., etc. Todo eso son necedades. Estamos en edad de sabernos dominar. Sobradas locuras hice antaño; ¡las derrochaba! Pero a mi edad pasaron las calaveradas para nunca más volver... Además, cuando era joven no eran mujeres así las que me gustaban... Por otra parte, ¿qué mujeres me han gustado? Suceda lo que suceda, mucho me place contar con esa vecina; me gusta poder hablar con una mujer inteligente, sencilla, pura... ¿Qué sucederá? Lo sabrás más adelante. Tu amigo, P. B. CARTA CUARTA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 20 de junio de 1850 Ayer tuvo lugar la lectura, querido amigo. Más adelante te diré cómo anduvo la cosa; pero desde ahora me apresuro a anunciarte que alcancé un éxito inesperado... Digo «éxito» y no es ésa la palabra... Pero presta atención. Llegué a la hora de la comida... Fuimos seis los comensales: ella, su marido, su hija, la institutriz (una persona rubia e insignificante) y finalmente un viejo alemán de frac color canela, completamente afeitado, muy limpio, una cara de lo más humilde y buena, sonrisa desdentada y olor a café de achicoria. Todos los viejos alemanes exhalan este perfume. Me lo presentaron de inmediato. Es un tal señor Chimmel, profesor de alemán en casa del príncipe B..:, vecino de Prymikov. Vera Nikoláievna parécè que gusta de ese viejo, y le ha invitado a asistir a la lectura. Comimos tarde y permanecimos mucho tiémpo en la mesa. Después dimos un paseo por el parque. El tiempo era magnífico. Por la mañana había llovido y hacía viento, pero llegada la tarde el cielo se había serenado. Me dirigí con Vera Nikoláievna a una plazoleta a la entrada del bosque; sobre nosotros se cernía ligeramente, muy alta, una gran nube rosada, sobre la cuál se arrollaban espirales grises, como líneas de humo; a un lado temblaba una estrella, que ora brillaba, ora desaparecía. Un poco más lejos se veía la blanca hoz de la luna sobre el cielo azul, teñido de rojo. Mostré la nube a Vera Nikoláievna. —Sí —respondió ella—, es bella; pero mirad a este lado. Una nube inmensa y sombría, de color azulado, subía del horizonte, ocultando el sol que declinaba; parecía un volcán; su cima se alargaba como enorme gavilla hacia el infinito; una púrpura de mal agüero la envolvía con un círculo deslumbrador que se rompía por la mitad; esparciendo a través de su pesada masa, como de un cráter abierto, la lava ardiente. —¡Es una tempestad! —dijo Prymikov. Pero olvidaba señalarte lo principal. En mi última carta, no te decía que, al volver a casa, me supo mal haber escogido Fausto; Schiller hubiese sido más conveniente para una primera lectura, puestos a dar preferencia a los autores alemanes. Temí, sobre todo, la impresión que pudiesen causar las escenas que preceden a la de Margarita. Tampoco estaba muy tranquilo con respecto a Mefistófeles. Pero en aquel momento me hallaba bajo la influencia de Fausto, y no hubiera podido leer otra cosa con deleite. Llégó la noche y entramos en el pabellón chino, dispuesto el día anterior para la ceremonia. Delante de la puerta, ante un pequeño diván, estaba una mesa redonda que cubría un tapete; veíanse alrededor sillones y sillas; una lámpara puesta sobre la mésa iluminaba la habitación. Sentéme en el pequeño diván y saqué el libro de mi bolsillo. Vera Nikoláievna se sentó en un sillón, a alguna distancia, no lejos de la puerta. En su abertura, sobre el fondo oscuro, asomaba balanceándose una verde rama de acacia iluminada por la lámpara; de vez en cuando llenaba la habitación una ráfaga de aire fresco. Prynikov se sentó a la mesa, al lado mío, y el alemán Chimmel tomó asiento cerca de él. La institutriz y Natacha se habían quedado en la casa. Dije algunas palabras de introducción, recordando la antigua leyenda de Fausto, la significación del personaje de Mefistófeles, hablé de Goethe y terminé rogando a mis oyentes que me detuviesen cada vez que un pasaje les pareciese oscuro. Después, tosí... Prymikov me preguntó si quería un vaso de agua azucarada, con visibles muestras de satisfacción por ser él quien espontáneamente me hacía esta proposición. Decliné su ofrecimiento. Reinó un profundo silencio. «.Es verdaderamente notable! ¡Qué elevación!», repetía; y añadía a veces: «¡Qué profundidad!». Pude notar que Prymikov se aburría; no comprendía gran cosa el alemán, y como había confesado él mismo, no le gustaban los versos. ¿Por qué, pues, había querido asistir a la lectura? Ya en la mesa se me había ocurrido decirle que podía dispensarse de ello, pero no hallé fórmula oportuna para hacerlo. Vera Nikoláievna no hizo el menor gesto. Una o dos veces la miré a hurtadillas; fijaba en mí los ojos con atención concentrada; su cara me parecía pálida. Después del relato del primer encuentro de Fausto con Margarita, Vera Nikoláievna separó su busto del respaldo del sillón, cruzó los brazos y permaneció inmóvil en esta actitud hasta el fin de mi lectura. Prymikov se aburría extraordinariamente: al principio su incomprensión enfrió mi entusiasmo, pero poco a poco acabé por no hacerle caso, penetré en la obra y leí con brío... Lo hacía únicamente para Vera Nikoláievna; una voz interior me decía que el Fausto le impresionaba. Cuando lo hube leído todo, suprimiendo el «Intermezzo», que por su procedimiento pertenece a la segunda parte del Fausto, y haciendo algunos cortes a «La noche en el Broken», cuando hube terminado mi lectura con el último grito: «¡Enrique!», el alemán dijo con ternura: «¡Dios mío, qué bello es!». Prymikov, ¡pobre hombre!, por fin, sinceramente alegre, saltó de la silla, suspiró, y vino a darme las gracias por el placer que le había proporcionado. Sin responderle, miré a Vera Nikoláievna. Me inspiraba gran curiosidad lo que diría. Vera Nikoláievna se levantó, se acercó a la puerta con paso indeciso y luego bajó lentamente al jardín. Corrí en pos de ella. Ya estaba a alguna distancia y apenas distinguí su traje blanco entre la oscuridad. —Vera Nikoláievna —grité —. ¿No os ha gustado el Fausto? Se detuvo. —¿Podéis prestarme ese libro? —preguntó. —Os lo regalo, Vera Nikoláievna, si os place. —Muchas gracias —dijo, y tomando el libro desapareció. Prymikov y el alemán me alcanzaron. —Hace un calor extraordinario, sofocante. Pero, ¿dónde está mi mujer? —añadió en seguida. —Creo que ha entrado en la casa —respondí. —Pues es hora de cenar —añadió él. —Me parece que Fausto le ha gustado a Vera Nikoláievna —dije. —¡Oh! ¡Qué duda cabe! —respondió Prymikov. Entramos en la casa. —¿Dónde está la señora? —preguntó Prymikov a una camarera que pasaba. —La señora ha subido a su cuarto. Prymikov fue en busca de Vera Nikoláievna. Salí a la terraza con Chimmel. El viejo alemán levantó los ojos al cielo. —¡Cuántas estrellas...! —dijo lentamente, después de aspirar un poco de tabaco —. ¡Y cada estrella es un mundo! —añadió tomando otro montoncito de polvo. No creí necesario responder; preferí contemplar el firmamento sin decir palabra; una ansiedad misteriosa me oprimía el alma. Me parecía que las estrellas nos contemplaban con aire grave. Cinco minutos más tarde, Prymikov volvió para invitarnos a cenar. Vera Nikoláievna llegó , poco después. Nos sentamos a la mesa. —Pero mirad a mi Verotchka —dijo Prymikov. Volví los ojos hacia Vera. —¿Pues qué, no advertís nada? En efecto, me pareció ver un cambio en su rostro pero, no sé por qué, respondí: —No, nada advierto. —¿No veis que tiene los ojos encendidos? —continuó Prymikov. No contesté, y él repuso: —Figuraos que al entrar en su cuarto la he encontrado llorando. Hace mucho tiempo que no le había ocurrido semejante cosa. Recuerdo perfectamente la última vez que lloró: fue cuando perdimos a nuestra hijita Sacha... —Y añadió sonriendo—: Ya veis el efecto que le ha producido Fausto. —Debéis convenir conmigo, Vera Nikoláievna, que tenía razón... No me dejó continuar. —¡Dios sabe si teníais razón! —exclamó—. Quizá mi madre me prohibió estas lecturas precisamente porque sabíaVera Nikoláievna no acabó la frase. —¿Qué sabía? —pregunté—. Decídmelo, Vera Nikoláievna. —¿Para qué? —respondió—. Me avergüenza haber llorado. Además, otra vez hablaremos de eso. No llegué a la perfecta comprensión de muchos pasajes. —¿Por qué no me interrumpisteis para pedirme explicaciones? —Comprendía cada palabra y el sentido general, pero... —no concluyó la frase y quedó pensativa. En el mismo instante, un zumbido de hojas agitadas por una ráfaga de viento penetró hasta nosotros. Vera Nikoláievna se estremeció y volvió el rostro hacia la ventana abierta. —Ya os dije que tendríamos tormenta —exclamó Prymikov—. Pero, Verotchka, ¿por qué te estremeces? Vera miró sin contestarle. Un relámpago misterioso, pálido y lejano, iluminó con su reflejo su cara inmóvil. —¿Será otro efecto del Fausto? —preguntó de nuevo Prymikov. Luego añadió—: Inmediatamente después de la cena, nos iremos a dormir, ¿no es eso, señor Chimmel? —Después del placer intelectual, el reposo físico es tan bienhechor como útil —contestó el buen alemán, echándose un vaso de aguardiente al cuerpo. Concluida la cena, nos separamos enseguida. Al despedirme de Vera Nikoláievna, le estreché la mano, que estaba muy fría. Entré en el cuarto que pusieron a mi disposición y permanecí mucho rato ante la ventana antes de desnudarme; por fin me acosté. Las predicciones de Prymikov se realizaron: la tempestad se acercaba; pronto estalló furiosamente. Escuché el viento que zumbaba; el agua caía a mares; a cada relámpago la iglesia, que dominaba el lago, se presentaba ora negra sobre un fondo blanco, ora blanca sobre un fondo negro... Pero mis pensamientos tornaron en otra dirección. Pensaba en Vera Nikoláievna, pensaba en las palabras que me dirigiría cuando hubiese leído por sí misma el Fausto, pensaba en sus lágrimas y recordaba su modo de escucharme... La tempestad había cesado hacía mucho tiempo y las estrellas brillaron en toda la inmensidad del cielo. Un pájaro, para mí desconocido, cantó en diversos tonos, repitiendo varias veces consecutivas el mismo canto. Esta voz única vibraba de una manera extraña en medio del silencio profundo; y yo no podía dormirme todavía... Por la mañana fui el primero en bajar al salón, y me detuve ante el retrato de la señora Eltzova. «¡Ya ves! —pensaba con secreto y burlón sentimiento de triunfo—. ¡He vencido, he logrado leer a tu hija el libro prohibido!». De pronto me pareció... sé que me dirás que los ojos de un retrato siempre parecen clavados en su espectador, pero esta vez, te aseguro que me ha parecido que la vieja dama volvía los ojos hacia mí con aire de reproche. Separóme, acerquéme a la ventana y divisé a Vera Nikoláievna. Paseaba por el jardín, con la sombrilla sobre el hombro y una leve toquilla en la cabeza. Salí de la casa para ir a darle los buenos días. —No he dormido en toda la noche —me dijo—, tengo jaqueca y me ha parecido que el aire de la mañana me despejaría un poco. —Tal vez fue nuestra lectura la causa de la jaqueca. —¡Qué duda cabe! —respondió Vera Nikoláievna—. No estoy acostumbrada a lecturas de esta índole. En el libro que me leísteis, hay cosas a cuyo recuerdo no puedo sustraerme. Diría que me abrasan la cabeza —añadió, llevándose la mano a la frente. —Tanto mejor! —exclamé—. Lo que temo es que el insomnio y la jaqueca os borren el deseo de leer libros semejantes. —¿Lo creéis así? Arrancó al paso una rama del jazmín y añadió: —¡Dios lo sabe! Me parece que una vez emprendido este camino, ya no es posible retroceder. Arrojó bruscamente a un lado la flor de jazmín. —Vamos, sentémonos en este bosquecillo —dijo—, y os ruego que hasta que yo os lo pida, no me habléis más... de este libro. Parecía tener miedo a pronunciar el nombre de Fausto. Entramos en el bosquecillo para sentarnos. —No os hablaré más de Fausto —le dije—, pero permitidme que os felicite y os diga que os envidio. —¿Me envidiáis? —¡Sí! Ahora os conozco, y sondeo los goces que aguardan a un alma como la vuestra. Goethe no es el único poeta; hay además Shakespeare, Schiller... y nuestro Pushkin... Debéis también leer sus obras. Vera Nikoláievna, sin responder, trazaba arabescos en la arena con el extremo de su sombrilla. ¡Oh, amigo Semión Nikoláievich! Si hubieses visto qué adorable estaba en este momento: pálida hasta parecer transparente, un poco lánguida, abrumada, con el alma atormentada y, a pesar de todo, serena como el cielo... Continué hablándole largo rato, luego callé y la contemplé en silencio. Sin levantar los ojos seguía dibujando con su sombrilla en la arena, borrando en seguida las líneas que acababa de trazar. De pronto resonaron rápidos pasos infantiles; Natacha corría hacia el bosquecillo. Vera Nikoláievna se irguió, se levantó y con gran sorpresa mía abrazó a su hija con una ternura impetuosa, en ella desusada. Poco después se unió a nosotros Prymikov. El viejo Chimmel, siempre puntual, había marchado ya, para no perder una lección. Entramos en la casa para tomar el té. Ahora estoy fatigado y ya es hora de que termine mi carta. La encontrarás a punto fijo absurda, confusa. Yo también me siento confuso. No estoy en mis cabales. No sé lo que me pasa. Tengo ante los ojos de continuo un pabellón con las paredes enteramente desnudas, una lámpara, una puerta abierta, el perfume y el frescor de la noche, y allí, cerca de la puerta, una cara joven, atenta... un vestido blanco... Ahora me explico por qué quise casarme con ella; ¡vaya, que antes de marcharme a Berlín no era tan bruto como he creído hasta el presente! Sí, Semión Nikoláievich; tu amigo atraviesa un estado de alma muy singular. Ya sé que todo esto pasara... ¿Y si no pasase? Pero ¿a qué esta inquietud? Sin ambiciones, estoy satisfecho de mí; ante todo he gozado de una velada excepcional; en segundo lugar, he despertado un alma, y ¿quién podría reprochármelo? La vieja señora Eltzova está cogida en sus redes y debe callarse. ¡Condenada vieja! No conozco todos los detalles de su vida, pero sé que no tuvo inconveniente en que la arrebataran a la casa paterna; no en vano era hija de una italiana. Quiso poner a su hija al abrigo de este peligro. ¡Ya lo veremos! Dejo la pluma. Tú, feo burlón, puedes pensar de mí cuanto te plazca, pero cuida de no abrumarme con tu ironía en tus próximas cartas... Somos viejos amigos y debemos tolerarnos mutuamente. ¡Adiós! Tu amigo P. B. CARTA QUINTA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 26 de julio de 1850 Hace mucho tiempo que no te escribo, querido Semión Nikoláievich; más de un mes, sin duda. No me ha faltado materia para una carta, pero la pereza me ha dominado... Si he de hablar con franqueza, no he pensado en ti en demasía. Sin embargo, por tu última carta he comprendido que mi silencio te inspira suposiciones injustas, esto es, no totalmente justas. Crees que amo a Vera Nikoláievna, y te engañas. Cierto que la visito muy a menudo, que me gusta mucho, pero ¿a quién no le gustaría? Quisiera verte en mi lugar. ¡Qué criatura tan adorable! Está dotada de la más viva penetración; tiene a la vez la inexperiencia de un niño, un criterio sosegado y el sentimiento innato de la belleza, el deseo constante de la verdad, la investigación de las cosas elevadas y la comprensión de todo, hasta de lo que es vicioso o grotesco; y sobre tantas cosas opuestas, cierne, a manera de blancas alas de ángel, el encanto femenino en toda su serenidad. Pero ¿cómo expresar todo lo que siento? Durante este mes hemos leído y discutido mucho. Nunca he sentido un placer comparable al que experimento leyendo con ella. Diríase que descubro nuevos países. No vayas a creer que se extasíe ante cualquier detalle, pues es enemiga de manifestaciones ruidosas; pero cuando algo le gusta, todo su cuerpo se torna luminoso y su rostro se llena de nobleza y de bondad..., sí, de bondad. Desde su infancia, Vera ignora qué es la mentira; se ha acostumbrado a la verdad, respira la verdad; de ahí que en poesía únicamente la verdad le parezca natural, y la conozca en seguida sin dificultad, sin esfuerzo, como una amistad antigua; ¡he aquí un gran privilegio, una gran dicha! Nunca se lo agradeceré bastante a su madre. Cuántas veces, contemplando a Vera, he pensado: «Sí; Goethe tiene razón: El hombre justo, entre sus deseos turbulentos halla siempre el buen camino»2. Una cosa sin embargo me desazona; y es que su marido no nos deja nunca... Te ruego que no te sonrías maliciosamente; no injuries, ni en sueños, nuestra pura amistad. Prymikov es tan capaz de comprender la poesía como yo de tocar lá flauta; pero no quiere rezagarse con respecto a su mujer, también él tiene el deseo de instruirse. A veces, la misma Vera me hace perder la paciencia. De repente cede al capricho de no leer más, de no discutir más, de pasar todo el día bordando inclinada sobre su bastidor, o de ocuparse de Natacha, cuando no se le ocurre irse a la cocina, o estarse sentada con los brazos cruzados ante la ventana. Algunas veces hasta se pone a jugar con los naipes al douratchi con la niania. He notado que en tales casos lo más oportuno es dejarla en paz, y esperar a que por sí misma tome un libro y empiece a hablar. 2 Fausto, «Prólogo» de la primera parte. [N. del T.] Es muy independiente de sus juicios, y eso me gusta lo que no puedes figurarte. ¿Te acuerdas de aquella muchacha que allá en los tiempos de nuestra juventud llegaba a repetir casi exactamente las palabras que le enseñábamos? El pobrecito eco nos maravillaba de tal suerte que estuvimos a punto de adorarla, cuando descubrimos su secreto con la mayor desilusión. Pero Vera no es un eco, ¡oh, no!, permanece siempre igual a sí misma. Ella nunca acepta nada sin crítica; el mayor prestigio no la sojuzga; no lo discute, pero tampoco cede ante él. Más de una vez hemos hablado de Fausto. Cosa extraña; no ha dicho nunca una palabra de Margarita; ella me deja hablar, y escucha atentamente cuanto le digo. Mefistófeles le causa miedo, no en calidad de diablo, sino como «algo que se puede encontrar en todo hombre»; según se ha expresado ella misma. He intentado explicarle que ese «algo» se llama un «reflejo», pero no alcanza a comprender el sentido filosófico de esta palabra; sólo conoce la palabra francesa «reflexión»; se ha acostumbrado a ella y le parece útil. Nuestras relaciones son muy extrañas. Desde cierto punto de vista puedo decir que ejerzo una gran influencia sobre ella, que en cierto modo soy su educador; pero por su parte y sin darse cuenta, también ella me está transformando a mí. De esta suerte, y gracias a Vera, he descubierto recientemente cuánto hay de convencional y retórico en muchas obras clásicas. Lo que no conmueve a Vera, se me hace sospechoso. Sí, he mejorado, me he vuelto más tranquilo. Es imposible no mejorar viéndola tan frecuentemente, y hablando sin cesar con ella. ¿A qué nos llevará todo eso?, me preguntarás. Creo de buena fe que no ocurrirá nada de particular. Pasaré agradablemente el tiempo hasta el mes de septiembre, y luego partiré. Durante los primeros meses, la vida me parecerá sosa y fastidiosa... pero luego me acostumbraré. Sé cuán peligrosas son las relaciones continuas entre un hombre y una mujer joven; sé que un sentimiento se transforma imperceptiblemente en otro. Pero tengo la conciencia de que ella, lo mismo que yo, estamos perfectamente tranquilos; de otro modo ya hubiese tenido el valor de romper en seguida. No obstante, una vez se desarrolló entre nosotros una escena bastante singular. No recuerdo la ocasión ni el porqué, pero acabábamos de leer Oneguin, y besé la mano de Vera. Retrocedió ligeramente y me lanzó una mirada... No he visto jamás en ninguna mujer una mirada semejante, tan llena de ideas, de penetración y de severidad; después se sonrojó y, levantándose repentinamente, se fue. No logré volver a encontrarme a solas con ella. Vera Nikoláievna me evitaba; durante cuatro horas consecutivas estuvo jugando a los naipes con su marido y la institutriz. A la mañana siguiente, me invitó a acompañarla al jardín. Atravesamos el parque en toda su extensión hasta alcanzar el lago; entonces, volviéndose hacia mí, murmuró lentamente: —Pór favor, no repitáis eso jamás. Y sin transición se puso a hablar de otra cosa. Quedé sumamente avergonzado. Debo confesar que su imagen no me abandona nunca, y si me he puesto a escribirte, quizá sea para pensar en ella y hablar de ella. Oigo el relincho y el piafar de mis caballos; mi coche me espera. Me voy a casa de Prymikov. Mi cochero ya no me pregunta adonde vamos; apenas subo al carruaje, me lleva velozmente a casa de Vera Nikoláievna. A dos kilómetros de su aldea la carretera forma brusca revuelta, y a través de un bosque de abedules se ve en seguida surgir su casa. Mi corazón se llena de alegría cada vez que veoa lo lejos relucir las ventanas. Chimmel, ese inocente viejo, viene algunas veces a visitar a los Prymikov, y con su aire modestamente solemne, dice señalando el techo que cobija a Vera: «Es la morada de la paz». Un ángel de paz ha escogido esta casa por habitación. Pero ya he charlado bastante; ¡si no me callo sabe Dios lo que vas a imaginarte! Hasta luego... ¿Qué podré escribirte la próxima vez? ¡Adiós! A propósito, Vera no dice nunca adiós, sino siempre: «Conque, adiós, ¿eh?». Encuentro esta expresión encantadora. Tu amigo, P. B. P. S.: No recuerdo si te dije ya que Vera sabe que pedí su mano. CARTA SEXTA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 10 de agosto de 1850 Confiesa que esperas de éste, tu amigo, una carta de desesperación o una carta de éxtasis. ¡Te equivocas! Esta carta se parecerá a todas las anteriores. No ha ocurrido nada nuevo, ni podía ocurrir. Recientemente dimos un paseo por el lago en la barquilla. Voy a describirte este paseo. íbamos tres: Vera, Chimmel y yo. No acierto a comprender qué placer encuentra en invitar tan a menudo a este viejo. En la casa donde actúa de preceptor están algo descontentos pues, por lo visto, gracias a eso, descuida un poco sus estudios. Esta vez, no obstante, Chimmel estuvo divertido. Prymikov se quejó de dolor de cabeza y permaneció en casa. El tiempo era bueno y alegre: grandes nubes recortadas se deslizaban por el cielo azul; todo estaba inundado de luz, de. frescor, de sol; los árboles se mecían murmurando con dulcedumbre, las aguas batían tranquilamente la orilla, y sobre las olas rielaban los rayos como efímeras serpientes de oro. Chimmel y yo empezamos a remar, pero en seguida desplegamos la vela y navegamos rápidamente. La proa de la barquilla se sumergió en el agua y la popa dejó tras ella un rastro hirviente y espumoso. Vera se puso al timón y gobernó la barca. El viento le arrebató el sombrero, y sus bucles flotaron dulcemente agitados por la brisa: entonces se ciñó a la cabeza un pañuelo blanco. Aguantaba firmemente el timón con su mano tostada por el sol y sonreía cuando a veces las olas le salpicaban el rostro. Yo me arrellané en el fondo de la barca, a sus pies. Chimmel sacó su pipa y, ¿lo creerás?, cantó con voz de bajo bastante agradable; primero un viejo romance: Freut euch des Lebens3, luego un aire de La flauta mágica, y por fin una romanza: el Alfabeto del amor. Esta canción tiene una copla para cada letra del alfabeto con un chiste apropiado —chiste de buen género, no hay que advertirlo—. 3 «Gozad de la vida». Se empieza por A, B, C, D, Wenn ich. dich seh4 y acaba por U, V, W, X, Muc einen knicks5. Chimmel cantó sentimentalmente todas las coplas, pero fue de ver con qué picardía guiñó los ojos en la última palabra: «knicks». Vera soltó una carcajada y le amenazó con el dedo. Yo hice notar entonces que Chimmel hubo de ser ciertamente un verdugo de corazones. —Verdaderamente —respondió Chimmel con gravedad —, desempeñé con éxito mi papel. Vació la ceniza de su pipa en la mano, y hundiendo los dedos en el casco, mordió de lado y con fuerza el extremo de la larga boquilla. —Cuando era estudiante... —continuó— ¡oh! ¡oh! ¡oh! Vera le rogó que nos cantara una canción de estudiante alemán, y Chimmel entonó: Knaster, dengelbe6, pero equivocó la última nota; estaba demasiado contento. En esto el viento había aumentado, las olas se hinchaban, la barquilla se inclinó a un lado: las golondrinas rasaban el agua alrededor de nosotros. Empezamos a replegar la vela y a bordear, pero, súbitamente, el viento cambió de dirección; no habíamos tenido tiempo de prevenirnos, cuando una oleada inundó la barquilla y nos encontramos de pies en el agua. Chimmel estuvo muy bravo en esta ocasión. Arrancóme el cable de las manos y dirigió la vela, diciendo: —So macht mans in Cuxshafen7. Vera hubo de amedrentarse, pues palideció, aunque, según su costumbre, nada dijo; recogió los pliegues de su falda y puso la punta de sus zapatitos sobre la banqueta. De repente se me ocurrió una poesía de Goethe: de algún tiempo acá este poeta no se aparta de mi imaginación. ¿Recuerdas la poesía que empieza así: «Millares de estrellas vacilantes fulguran sobre las olas...»? Recité esta poesía a Vera; y cuando llegué al verso: «¿Por qué os bajáis, ojos míos?», Vera levantó ligeramente los A «Cuando te veo». 5 «Hago mi reverencia». 6 «Tengo buen tabaco». 7 «Esto se hace así en Cuxshafen» (en alemán en el original). párpados. Inclinó la mirada hacia mí, que estaba algo más bajo qué ella; después la dejó errar largo tiempo a lo lejos, entornando ligeramente los ojos a causa del viento. Una lluvia ligera sobrevino de improviso rebotando en la superficie del lago. Ofrecí a Vera mi sobretodo y ella lo echó sobre sus espaldas. Abordamos, pero no en el puerto, y nos encaminamos hacia la casa. Vera aceptó mi brazo; deseaba decirle algo y no obstante me callé. Recuerdo sin embargo que le pregunté por qué se sentaba siempre bajo el retrato de la señora Eltzova, como un pájaro bajo las alas de su madre. —Vuestra comparación es exactísima —respondió—; quisiera no salir nunca del amparo de sus alas. Insistí: —¿Acaso no ansiáis conquistar vuestra libertad? No me contestó. No comprendo por qué te he descrito esta excursión por el lago; quizá porque se ha grabado en mi memoria como uno de los más venturosos acontecimientos de estos últimos días, por más que ¿puede en realidad juzgarse un acontecimiento? Sentíme tan dichoso, mi alegría era tan viva, aunque muda, que brotaron de mis ojos lágrimas de gozo. ¡ Ah!, figúrate que a la mañana siguiente, al pasar por el jardín, delante del pabellón, oí una voz de mujer, bella y radiante, que cantaba: Freut euch des Lebens... —¡Bravo! —exclamé—. ¡No sabía que poseyeseis tan bella voz! Se sonrojó y calló. Sin exageración; posee una voz de soprano admirable, firme. Juraría que ni lo sospecha. ¡Cuántos tesoros, ignorados todavía, se ocultan en este ser! ¡Ni ella misma sé conoce! Debes confesar que en nuestro siglo una mujer así es una rareza. 12 de agosto Ayer tuvimos una conversación muy extraña. Empezamos hablando de apariciones. Has de saber que cree en aparecidos y asegura que tiene motivos para ello. Prymikov, que estaba sentado al lado de su mujer, bajó los ojos y movió la cabeza en señal de asentimiento. La interrogué, pero no tardé en comprender que ese tema le desagradaba. La conversación recayó entonces sobre la imaginación y su poder. Le confié que en mi juventud soñaba mucho en la felicidad, ocupación bastante frecuente de los mortales cuya vida no es feliz. Añadí, entre otras cosas, que entonces me figuraba que sería una gran felicidad pasar algunas semanas en Venecia con la mujer amada. Esta idea me asaltaba tan a menudo, sobre todo por la noche, que poco a poco bosquejé en mi cabeza todo un cuadro de felicidad que podía evocar a mi albedrío; bastábase para ello cerrar los ojos. Y en seguida veía una bella noche, iluminada por la tierna y blanca claridad de la luna, y respiraba la fragancia del cacto y la vainilla; y distinguía una gran extensión de agua, y una isla cubierta de olivos, y sobre la isla, a la orilla del mar, una casita de mármol con las ventanas abiertas; y oía una música deliciosa sin saber de dónde procedía. Dentro de la casa, veía plantas de hojas oscuras, y una lámpara que despedía una tenue claridad; de una de las ventanas colgaba un gran manto bordado con una franja de oro, rozando el agua por uno de sus extremos; «él y ella», acodados sobre el manto, sentados el uno muy cerca del otro, miraban a lo lejos, al lado donde se descubría Venecia. Descubría este cuadro como si realmente estuviese delante de mí. Vera escuchó mis divagaciones y me dijo que también ella soñaba con frecuencia, pero que sus sueños eran de un género muy diferente. Cuando sueña, cree ella hallarse con un compañero cualquiera en las estepas de África, o en el océano del Norte en busca de las huellas de Franklin; y se representa vivamente todas las privaciones que debe sufrir, todas las dificultades que debe vencer. —Has leído demasiadas relaciones de viajes —observó su marido. —Es posible —respondió ella—. De todos modos —añadió—, si soñamos, ¿qué placer hay en soñar cosas irrealizables? —¿Por qué no ha de haberlo? —pregunté—. ¿Por qué esta hostilidad a lo irrealizable? ¿Es suya la culpa? —Quizá no me he expresado bien —me dijo—. Quise preguntar, ¿qué placer hay en soñar de sí mismo, de su felicidad personal? No hay que pensar en la felicidad propia; si no viene, ¿a qué correr tras ella? La felicidad es como la salud; cuando no se siente, es que se posee. Tales palabras me dejaron atónito. Esta mujer tiene un alma muy elevada, puedes creerlo. La conversación pasó de Venecia a Italia y a los italianos. Prymikov salió del salón y yo quedé solo con Vera. —¿De modo que corre sangre italiana por vuestras venas? —le dije. —Sí —respondióme, y en seguida añadió—: ¿Queréis que os enseñe el retrato de mi abuela italiana? Subió a su cuarto y volvió con un medallón de oro bastante grande, cerrado, conteniendo el retrato en miniatura y bastante bien hecho de Eltzov y de su^mujer, la campesina de Albano. El abuelo de Vera se parecía a su hija de una manera sorprendente, sólo que sus rasgos esfumados por los polvos parecían más severos, con un no sé qué más agudo, más decidido, y sus ojos amarillos reflejaban una obstinación taciturna. ¡Pero qué hermoso el rostro de la italiana! Un rostro voluptuoso, generoso como una rosa abierta, con grandes ojos húmedos a flor de cabeza, y labios encarnados, sonriendo de satisfacción. Las narices finas y sensuales parecen palpitar y dilatarse como después de un beso; las mejillas morenas despiden una impresión de calor, de salud, de exuberancia de juventud y de fuerza femenina. ¡Esta frente no ha pensado nunca, Dios sea loado! La mujer fue pintada en su traje de Albano. El pintor, evidentemente artista, tuvo la idea de entrelazar un pámpano en los cabellos de su modelo, negros como la pez, de reflejos de un grisazul; este adorno báquico casa a maravilla con la expresión de esta cara. ¿Sabes en quién me hace pensar esa cabeza? En el retrato de Manon Lescuat del cuadro negro. Pero lo más curioso es que, contemplando ese retrato, he recordado haber visto pasar por el semblante de Vera algo de esa sonrisa y de esa mirada, aunque no hay ninguna semejanza de rasgos entre ella y su abuela. Sí, lo repito; ¡ni la misma Vera, ni nadie sospecha aún todo lo que revela esa alma de mujer! A propósito; parece que antes del casamiento de Vera, la señora Eltzova le contó toda su vida, el asesinato de su madre, su enemistad con su padre, etc., etc., evidentemente con el intento de que le sirviera de experiencia. Lo que más impresionó a Vera entonces fueron los detalles que su madre le dio sobre su abuelo, ese misterioso Ladanov. ¿Heredó de él tal vez su creencia en los aparecidos? ¡Extraña contradicción! ¡Ella, tan pura, tan luminosa, teme todo lo que es misterioso, irreal, y no obstante cree en ello! ¡Pero ya basta sobre este particular! ¿Por qué te he escrito todo esto? En fin, ya que está escrito, te lo envío. Tu amigo, P.B. CARTA SÉPTIMA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 22 de agosto de 1850 Te escribo diez días después de mi última carta. ¡Oh amigo mío!, no puedo ocultártelo por más tiempo... ¡Cuánto sufro...! ¡Cuánto la amo! ¡Puedes figurarte con qué sincera angustia escribo esta palabra fatal! Ya.no estoy en la edad en que ignoramos el modo de engañar a los demás y en que no hay nada más fácil que engañarse a sí mismo. Todo lo comprendo y veo claramente. Sé que no estoy lejos de los cuarenta, y que es la esposa de otro; sé que ama a su marido y que nada debo esperar del malhadado sentimiento que se ha apoderado de mí, nada más que tormentos y el gasto inútil de todas las energías vitales. Sé todo esto, no espero nada, no deseo nada, y con todo, ¡sufro! Hace ya un mes que advierto que mis sentimientos van aumentando cada día en intensidad. Esto me tenía turbado y feliz. Pero ¿podía prever, querido amigo, que todas las pasiones que creía huidas, como mi juventud, podrían volver? Pero ¿qué digo? No he amado jamás como ahora, no, jamás. Mis ídolos de otro tiempo eran Manon Lescuat, Frotillons, y no hay cosa más fácil que hallar ídolos semejantes. ¡Hasta hoy no he sabido lo que es amar a una mujer! Me da vergüenza confesarlo; me da vergüenza, pero es innegable; el amor es siempre egoísmo, y a mi edad ya no hay derecho a ser egoísta. Cuando se tienen treinta y siete años no hay derecho a vivir únicamente para sí; es preciso vivir para los demás, dotar la vida de un móvil, llenar sus deberes, realizar su obra. También yo quise trabajar. ¡Y he aquí que todo lo que quise edificar ha sido arrastrado como por un huracán...! Ahora comprendo lo que te escribí en mi primera carta. Ahora veo cuál era la prueba que me faltaba. ¡Pero qué inopinadamente ha estallado el rayo sobre mi cabeza! Miro hacia adelante sin querer reflexionar; una cortina negra se extiende ante mis ojos; mi alma sufre; llena de terror. Puedo dominarme. Exteriormente parezco tranquilo, no sólo en presencia de los demás, sino aun a solas conmigo mismo; ¡por otra parte, no puedo dar libre curso a mis impresiones, como lo hace un adolescente! Pero el gusano se ha deslizado en mi corazón y lo roe día y noche... ¿Cómo acabará todo esto? Hasta ahora sólo me he atormentado y he sufrido en su ausencia; bastaba su vista para calmarme instantáneamente. Pero hoy, ni en su presencia estoy tranquilo. Esto es lo que me espanta. ¡Oh, amigo mío, cuán doloroso es avergonzarse de las lágrimas, tener que ocultarlas! Sólo la juventud tiene derecho a llorar, sólo en ella parecen bien las lágrimas. No puedo releer esta carta: es un lamento que ha brotado de mi pluma. No tengo nada que añadir; nada más que exponer. Hay que dejar al tiempo que realice su obra. Me calmará. Mi alma se sosegará, pero en este momento quisiera reclinar mi cabeza en tu pecho y... ¡Oh, Mefistófeles, ya nada podrías hacer en obsequio mío! He interrumpido mi carta adrede; he procurado voluntariamente reanimar en mí la fibra irónica, diciéndome que, dentro de un año, dentro de seis meses, estos lamentos, estas efusiones me parecerán ridículas e insípidas a mi mismo... No, Mefistófeles es impotente, sus dientes están embotados. Tu amigo, P. B. CARTA OCTAVA Del mismo al mismo Aldea de M...skoe, 8 de septiembre de 1850 Querido amigo Semión Nikoláievich: Tomaste demasiado en serio mi última carta. Ya sabes que he sido siempre propenso a exagerar mis impresiones. ¡Lo hago involuntariamente! ¡Naturaleza femenina!, dirás para tu capote. Con el tiempo mejoraré, sin duda, pero debo confesar que hasta ahora no me he enmendado de este defecto. Por consiguiente, tranquilízate. No he de negar la impresión que Vera ha producido en mí, pero te lo repito, en todo eso no hay nada de particular. Me ofreces venir a mi lado; no es necesario; fuera una locura dejarte correr mil verstas por nada. Pero te agradezco mucho tu nueva prueba de amistad y, créelo, no la olvidaré jamás. Me opongo con mayor motivo a que vengas, por cuanto iré en seguida a San Petersburgo. Sentado a tu lado, en tu diván, te contaré muchas, muchas cosas que decididamente no tengo ganas de escribirte en este momento; temo explayarme de nuevo y decir majaderías. Antes de mi partida volveré a escribirte. Así, pues, hasta la vista. Consérvate y no te inquietes por la suerte de tu afectísimo, P. B. CARTA NOVENA Del mismo al mismo Aldea de P..., 10 de marzo de 1853. Tardé mucho en responder a tu carta, aunque todos estos días he pensado en ti. Me asistía la completa convicción de que no te la dictó una curiosidad ociosa, sino tu amistad sincera, y con todo estuve titubeando... Por fin me decido a satisfacer, y te lo voy a contar todo. ¿Hallaré, como supones, algún consuelo en esta confesión? Lo ignoro; pero me parece que no tengo el derecho de ocultarte lo que ha transformado mi vida para siempre; me parece que mi silencio sería culpable ante aquella sombra querida e inolvidable, si no confiase nuestro secreto misterioso al único corazón amado que conservo todavía. Tú eres quizás la única persona sobre la tierra que, al pensar en Vera, la juzga ligera e injustamente. No puedo permitirlo. Sabe, pues, toda la verdad..., todo lo que puede expresarse por medio de palabras. Pasaron los acontecimientos con la rapidez del rayo, y, como un rayo nos trajeron la muerte y la ruina... Desde que ella no existe, desde que emigréa este rincón, que no abandonaré hasta el término de mis días, han pasado dos años y todo permanece en mi memoria con la fijeza de las cosas presentes; mi dolor conserva la misma amargura y mi herida no se ha cerrado un ápice. Sin embargo, no quiero quejarme. Las quejas, entreteniendo la tristeza, la alivian; pero no alivian la mía. Quiero contártelo todo. ¿Recuerdas mi última carta, en que me esforzaba en disipar tus temores, y en que te disuadía de que vinieras de San Petersburgo para socorrerme? Su tono incoherente te pareció forzado y sospechoso, y no te equivocaste. La víspera del día en que te escribí supe que era amado. Después de esta confesión comprenderás cuán difícil me será llegar hasta el fin de mi relato. El pensamiento persistente de su muerte redoblará la intensidad de mis tormentos, esos recuerdos me abrasarán... Sin embargo, me esforzaré en concretar, y preferiría renunciar seriamente a escribirte antes que entrar en un solo detalle inútil. He aquí cómo descubrí que Vera me amaba. Debo advertirte (acaso no me creas) que hasta aquel día no lo había sospechado. Sin duda había notado que Vera alguna vez se ponía pensativa, cosa que antes no le ocurría, pero no adivinaba la causa de este cambio de actitud. Por fin, el 7 de septiembre (una efemérides de mi vida) sucedió lo que he prometido contarte. Sabes cuánto la amaba y cuánto sufría. Vagaba por todas partes como una sombra, no me hallaba a mi gusto en parte alguna. Hubiera deseado quedarme en casa, pero mi amor era más fuerte que yo, y tuve que ir a casa de Vera. La hallé en su tocador. Prymikov no estaba en casa, aquel día había ido de caza. • • Cuando entré en el aposento donde se encontraba Vera, fijó los ojos en mí sin responder a mi saludo. Estaba sentada cerca de la ventana y tenía sobre las rodillas un librito que yo conocí: era Fausto. Leíase en su rostro la postración. Sentéme frente a ella. Vera me rogó que le leyera la escena de Fausto y Margarita, en que ésta pregunta a su enamorado si cree en Dios. Tomé el libro y empecé mi lectura. Cuando hube terminado la escena, contemplé a Vera. Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla, los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada siempre fija en mí. No sé por qué, mi corazón empezó a latir súbitamente. —¿Qué hicisteis de mí? —dijo con voz que quejumbrosa. —¿Cómo? —pregunté turbado. —Sí, ¿qué hicisteis de mí? —repitió. —¿Preguntáis —balbuceé— por qué os he traído libros semejantes? Vera se levantó sin responder a mi pregunta y salió del aposento. Seguíla con los ojos. Ya en el umbral de la puerta, se detuvo y volvió la cabeza hacia mí. —Os amo —dijo—: he aquí lo que habéis hecho de mí. Toda mi sangre refluyó en mi cerebro. —Os amo; estoy enamorada de vos —repitió Vera. Y salió, cerrando en pos de ella la puerta. No te describiré lo que pasó por mí. Recuerdo que bajé al jardín, que busqué un rincón aislado y allí me ensimismé... ignoro cuánto tiempo. Estaba como aturdido... Un sentimiento delicioso, como una ola, levantaba mi corazón... No, no quiero hablarte de aquel momento. La voz de Prymikov me sacó de aquella embriaguez. A su vuelta de la caza le dijeron que yo había venido y se puso a buscarme. Quedó sorprendido al encontrarme solo en el jardín, con la cabeza descubierta, y me condujo a la casa. —Mi mujer está en el salón; vamos a reunimos con ella —me propuso. Puedes imaginarte cuáles eran mis impresiones al franquear los umbrales del salón. Vera estaba sentada en un rincón, inclinada sobre su bastidor. La miré a hurtadillas y por largo tiempo no osé levantar los ojos. Con gran asombro vi que parecía perfectamente tranquila; ni sus palabras ni el acento de su voz revelaban la menor turbación. Nuestras miradas se cruzaron. Sonrojóse imperceptiblemente e inclinó la cabeza sobre su bastidor. Tenía aire perplejo; una sonrisa triste asomó a sus labios. Prymikov salió del salón. Vera levantó de pronto la cabeza y me preguntó en voz bastante alta: —¿Qué intentáis hacer ahora? Turbéme, y precipitadamente, con voz sorda, respondí que intentaba conducirme como un hombre honrado. —Os amo, Vera Nikoláievna —añadí—: lo habéis notado sin duda desde hace mucho tiempo. De nuevo inclinó la cabeza hacia su bastidor y quedó pensativa. —Tengo que hablaros —dijo—: id esta tarde, después del té, al pabellón chino, al pabellón donde leísteis el Fausto. Pronunció estas palabras con voz tan clara, que aún hoy no puedo comprender que Prymikov, quien precisamente en aquel instante entraba en el salón, no oyese nada. Todo el día transcurrió en constante zozobra. Vera miraba a veces a su alrededor, con un aire que parecía significar: «¿No es todo eso un sueño?». Pero su cara expresaba al mismo tiempo la resolución. ¿Y yo...? No podía llegar a reponerme. «¡Vera me ama!». Estas palabras me perseguían sin cesar, pero no las comprendía. No me comprendía a mí mismo ni «la» comprendía a ella. No creía en aquella felicidad inesperada, en aquella inmensa felicidad; difícilmente podía darme cuenta de lo que había pasado, y miraba y hablaba como en sueños. Después del té, mientras cavilaba el medio de deslizarme fuera de la casa, Vera me declaró abiertamente que deseaba dar una vuelta por el jardín y me ofreció que la acompañase. No osaba dirigirle la palabra; contenía el aliento, esperaba que ella rompiese el silencio; esperaba explicaciones, pero ella callaba. Así llegamos, sin haber dicho una palabra, al pabellón chino; entramos silenciosamente y (no sé todavía cómo ocurrió), nos encontramos uno en brazos del otro. Una fuerza misteriosa me impelía hacia ella, y a ella hacia mí. A la luz expirante del día, su cara, alrededor de la cual flotaban sus bucles echados atrás, se iluminó súbitamente con la sonrisa del olvido de sí misma y de la voluptuosidad; nuestros labios se unieron en un beso... Fue nuestro primer y último beso. Vera se arrancó bruscamente de mis brazos y retrocedió dilatados los ojos por él terror. —Mirad, mirad —gritó con voz trémula—. ¿ No veis nada? —volvió a gritar: —No veo nada. ¿Pero qué habéis visto? —Ya pasó, pero he visto... Respiraba penosamente y a largos intervalos. —¡He visto a mi madre! —dijo lentamente. Y temblaba de pies a cabeza. Estremecíme también; una sensación de frío recorrió todo mi cuerpo. De pronto sentí miedo, como un criminal; ¿no era un criminal en aquel instante? —¡Calmaos! —le dije:—. Además, ¿por qué ese terror? Explicadme... Interrumpióme... —¡No, por favor, no! —gritó oprimiendo la cabeza con las manos. —¡Esto es la demencia! —gritó de nuevo—. ¡Me vuelvo loca! No se puede jugar con esas cosas..., es un presagio de muerte... Adiós. Tendí los brazos hacia ella. —¡Quedaos, por favor, quedaos! —grité con un impulso involuntario. No me daba cuenta de lo que decía, a duras penas podía tenerme en pie. —No os vayáis. Vera Nikoláievna..., es cruel en vos... —Mañana —dijo levantando hacia mí los ojos—, mañana por la tarde, pero hoy... ¡Oh! os ruego que partáis; marchaos en seguida. Mañana por la tarde, hallaos en la puertecita del jardín, a la orilla del lago. Allí estaré... Sí, iré, os lo prometo..., os lo prometo..., os juro que estaré allí. Marchóse delirante, brillaron siniestramente sus ojos y añadió: —Nadie podrá detenerme, lo juro. Entonces te lo diré todo; pero ahora déjame... Y sin que yo tuviera tiempo de pronunciar una sola palabra, desapareció. Removido en todas las fibras de mi ser, permanecí inmóvil; la cabeza me daba vueltas; a través de la alegría insensata que llenaba mi corazón, una angustia mortal me iba invadiendo... Miré a mi alrededor; aquel aposento desolado, húmedo, con su techo bajo y sus muros sombríos, me dio miedo. Salí y con paso incierto dirigíme a la casa. Vera me esperaba en la terraza; en cuanto me vio entró en la casa, retirándose en seguida a su cuarto. Marchéme poco después. Es imposible describir mis angustias durante aquella noche y el día siguiente hasta la tarde. Sólo recuerdo que permanecí tendido, la cabeza escondida entre las manos; sólo pensaba en su sonrisa y en su beso, y repetía sin cesar: «¡Por fin, por fin!». Volvieron a mi memoria unas palabras que la señora Eltzova había dicho a su hija, y que Vera me repitió; helas aquí: «Eres como el hielo: mientras no te derritas, serás fuerte como la piedra; pero el día que te derritas, no quedará ni rastro de ti». También recordé que un día, discutiendo con Vera sobre la naturaleza de la capacidad del talento, me dijo: —No poseo más talento que el de saber callar hasta el último instante. Entonces no la comprendí. «¿Pero qué significa su terror?», me preguntaba. «¿Es posible que viese a la señora Eltzova, su madre? No; es un defecto de su imaginación», pensaba, y me abandoné a las impresiones de la espera de la cita. Este día te escribí aquella carta de disimulo, y ya ves qué pensamientos me oprimían. Por la tarde, antes de la puesta del sol, ya me encontraba a cincuenta pasos de la puertecita del jardín, bajo la alta y espesa salceda, a la orilla del lago. Había ido a pie desde casa. Con vergüenza lo confieso, el miedo, un miedo pusilánime llenaba mi alma, me estremecía a cada instante: sin embargo, no experimenté el menor arrepentimiento. Disimulado bajo el follaje, no apartaba los ojos de la puertecita que no se abría. Ocultóse el sol, llegó la noche, aparecieron las estrellas y el cielo se oscureció; y nadie vino. La fiebre se apoderó de mí. La noche se hizo más profunda. No pudiendo ya permanecer en aquel sitio, salí con cautela de la salceda, y me deslicé hacia la puertecita. En el jardín reinaba una tranquilidad absoluta. Llamé a Vera en voz baja; volví a llamarla por segunda vez, por tercera vez: ninguna voz, me contestó. Pasó media hora, una hora..., había cerrado la noche. La espera me había extenuado; tiré hacia mí de la puerta, que abrí de un golpe, y de puntillas, como un ladrón, me dirigí hacia la casa. Hice alto en la sombra de los tilos. Todas las ventanas de la casa estaban iluminadas; la gente pasa aprisa, yendo y viniendo por las habitaciones. Asombróme; mi reloj, por lo que pude juzgar a la luz de las estrellas, marcaba las once y media. De pronto oí el ruido de un coche que salía del patio, al otro lado de la casa. «Evidentemente Prymikov ha tenido visitas hoy», pensé. Perdida toda esperanza de ver a Vera, salí del jardín y volvíme a casa a pasos redoblados. La noche era oscura, una noche de septiembre, pero tibia y sin viento. Un sentimiento de tristeza más bien que de despecho se había apoderado de mí, pero se disipó poco a poco; y al entrar en casa, aunque un sí no es fatigado por la rapidez de la marcha, sentíme sosegado por la calma de la noche, dichoso y casi alegre. Me fui directamente a mi cuarto, despedí a Timoteo, y sin desnudarme, me tendí en la cama, sumido en mis pensamientos. Al principio mis ensueños fueron alegres, pero no tardé en sufrir un cambio terrible. Empecé por experimentar un desaliento misterioso, una íntima inquietud inexplicable. No podía comprender de qué nacía esta impresión, pero tenía miedo, sentía una angustia mortal, como en la proximidad de una gran desgracia, como si alguien a quien amase sufriera en aquel momento y me llamara en su auxilio. Sobre la mesa, la bujía despedía una llamita inmóvil; caía el péndulo del reloj con ruído pesado y cadencioso. Apoyé la cabeza en la mano y me puse a mirar en la semioscuridad la oquedad de mi cuarto solitario. Pensaba en Vera, y mi alma se sentía lacerada; todo lo que me había causado una alegría tan viva, me pareció, como era en realidad, una desgracia, una catástrofe irreparable. Mi angustia aumentaba por momentos; no pude permanecer echado por más tiempo; creí oír una voz que me llamaba, que me impulsaba a que fuese hacia ella... Levanté la cabeza temblando: sí, no me engañaba; el grito quejumbroso venía de lejos, y quebrándose contra los negros cristales de mis ventanas, resonaba débilmente. Aterrado, salté de la cama y abrí la ventana. El claro son de un gemido penetró en el cuarto y giró en torno mío. Lleno de horror escuché esta queja expirante. Dijérase la voz de una persona atacada a lo lejos y que imploraba socorro en vano. ¿Era un buho en el bosque u otro animal el que lanzaba aquel grito? No pude darme cuenta de ello, pero como Mazeppa respondiendo al llamado de Kotchoubev, respondí también a esa voz de mal agüero. • —¡Vera, Vera! —grité—. Vera, ¿eres tú quien me llama...? Timoteo, cargado de sueño y muy asombrado, entró en mi cuarto. Volví en.jílí; bebí un vaso de agua y pasé a otra habitación; pero el sueñoíaó bajó a mis ojos. Mi corazón latía lenta y dolorosamente. Ya no podía entregarme a mis ensueños de dicha; ya no osaba creer en ellos. A la mañana siguiente, antes del desayuno, fui a casa de Prymikov. Me recibió con un aire preocupado. —Mi mujer está enferma —dijo—; guarda cama; ha venido el médico. —¿Qué dolencia aqueja a Vera Nikoláievna? —No entiendo una jota. Ayer noche salió al jardín; luego volvió fuera de sí, muy azorada. Su camarera vino a llamarme precipitadamente. Corrí hacia Vera, preguntándole: «Vera, ¿qué te pasa?» No me respondió. Le hice acostar. Durante la noche empezó a delirar. En su delirio decía Dios sabe qué cosas... Habló de vos... Su camarera me ha dicho una cosa extraordinaria. Pretende que Vera vio a su madre en el jardín; le pareció que la señora Eltzova marchaba a su encuentro con los brazos extendidos... Puedes imaginarte mi emoción al oír estas palabras. —No hay que decir que todo eso es efecto del delirio —continuó Prymikov—. Sin embargo debo confesar que a mi mujer le han pasado cosas muy extraordinarias. —Pero decidme, ¿está muy enferma Vera Nikoláievna? —Sí, gravemente enferma; esta noche estaba regular, pero ahora no conoce a nadie... —¿Y qué dice el médico? —El médico dice que la enfermedad no se ha declarado todavía francamente. 12 de marzo No puedo continuar esta carta en el mismo tono en que empecé, querido amigo; me exigiría esfuerzos demasiado penosos; renovaría cruelmente mis heridas. La enfermedad se declaró francamente, como decía el médico, ¡y Vera murió!... No sobrevivió dos semanas a nuestra fatal cita de un instante. Antes de su muerte, no volví a verla más que una vez. No concibo nada más cruel que este recuerdo. El médico me había dicho ya que no había esperanza... A una hora muy avanzada de la noche, cuando todo el mundo estaba acostado, me deslicé hasta la puerta abierta del cuarto de Vera, y miré a la enferma. Vera estaba en su cama, con los ojos cerrados, demacrada, las mejillas coloreadas por la fiebre. La contemplé petrificado. De pronto abrió los ojos, los dirigió hacia mí, me miró fijamente, y luego, extendiendo su mano enflaquecida adonde yo estaba, declamó: Qué busca en el lugar sagrado Aquel... aquel... Durante toda su enfermedad ha hablado en el delirio de Fausto o de su madre, a quien ora llamaba Marta, ora la madre de Margarita. Vera murió. Asistí a su entierro. Desde este día he renunciado a todas las cosas y me he enterrado aquí para siempre. Y ahora, amigo mío, reflexiona todo lo que te he contado; ¡piensa en la gentil criatura que acaba de morir prematuramente! ¿Cómo sobrevino la catástrofe? ¿Cómo explicar esta intromisión de la muerte en los asuntos de los vivos? No lo sé, ni lo sabré jamás; pero ya te consta que no fue, como creíais, un capricho, un acceso de esplín lo que me indujo a retirarme a la soledad. Ya no soy el hombre que conociste; ahora creo en muchas cosas en que no había creído nunca. En estos últimos tiempos he pensado mucho en aquella desgraciada mujer (iba a decir aquella niña), en sus orígenes, en el curso misterioso del destino al cual, ciegos de nosotros, llamamos el ciego azar. ¿Sabemos acaso de cada ser que pasa por la tierra, cuántas partículas deja tras sí, partículas que sólo se desarrollan después de su muerte? ¿Quién puede definir la cadena misteriosa que liga la suerte del hombre con la de su posteridad, con la de sus hijos, y explicar por qué sus deseos renacen en ellos, por qué las faltas de los unos son expiadas por los otros? Todos debemos humillarnos e inclinar la cabeza ante el Incognoscible. Sí; Vera sucumbió, y yo, sobrevivo. Recuerdo que cuando era niño, teníamos en casa un soberbio vaso de alabastro. Ni una mancha empañaba su blancura virginal. Un día, hallándome en el salón, quise mover la columna que lo sostenía. El vaso cayó y se quebró en mil pedazos. Quedé yerto de espanto, petrificado, contemplando los restos informes. En aquel momento, mi padre entró en el salón, notó inmediatamente los destrozos que acababa de ocasionar, y me dijo: —¿Te das cuenta de lo que has hecho? No volveremos jamás a poseer este magnífico vaso, es imposible componerlo. Me puse a sollozar; parecíame que había cometido un crimen. Ahora he alcanzado la edad madura y acabo de romper un vaso incomparablemente más precioso. En vano me esfuerzo en tranquilizarme, diciéndome que no podía prever un desenlace tan pronto; que este desenlace me había sorprendido a mí mismo por su instantaneidad; no, yo no había ni sospechado la naturaleza del alma de Vera. En efecto, supo callar hasta el último instante. En cuanto advertí que la amaba, que amaba a una mujer casada, debía haber huido de ella; pero no lo hice, y el ser exquisito fue roto cruelmente... y yo contemplo mi obra, presa de muda desesperación. Sí; la señora Eltzova guardó celosamente a su hija. Veló por ella hasta el fin, y el primer paso imprudente de su hija, se la llevó consigo a la tumba. Voy a concluir. Sin embargo, no te he dicho ni la centésima parte de lo que hubiera querido comunicarte; pero que esto te baste. Déjame de nuevo esconder en el fondo de mi alma todo lo que ha sobrenadado... Para terminar, debo aún decirte que de la experiencia de mi vida durante estos últimos años he deducido esta convicción. La vida no es una cosa fácil, no es tampoco una diversión; no es un placer siquiera... la vida es una difícil misión. El renunciamiento, el eterno renunciamiento, tal es su sentido misterioso, la solución de su enigma. El hombre no ha venido a la tierra para realizar sus caros pensamientos, sus más dulces ensueños, por elevados que sean, sino para cumplir su deber. Sin las cadenas, las pesadas cadenas del deber, el hombre no puede ir hasta el fin de su camino sin tropiezo. En los verdes años, pensamos: cuanto más libres seamos, más lejos iremos... Se puede aún perdonar a la juventud el pensar de esta suerte, pero es vergonzoso dejarse ilusionar por el engaño, cuando la austera faz de la verdad por fin nos ha mirado de hito en hito. ¡Adiós! En otro tiempo hubiera añadido: «¡Sé feliz!». Hoy te digo: «Procura vivir; no es tan fácil como parece». Piensa en mí, pero no en las horas de tristeza, sino en las horas de duda; y conserva en tu alma la imagen de Vera, en su pureza inmaculada. ¡Por última vez, ¡adiós! Tu amigo, P. B.