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El arte de lo posible

Sir Roger Douglas

Reproducción del texto aparecido en The liberty "El arte de lo posible" de Sir Roger Douglas, sobre el programa de reformas radicales que convertirían a su país, Nueva Zelanda, en el más libre del mundo.

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Sir Roger Douglas, “El arte de lo posible,” accessed March 28, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1093.

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El arte de lo posible

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Ensayos

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Reproducción del texto aparecido en The liberty "El arte de lo posible" de Sir Roger Douglas, sobre el programa de reformas radicales que convertirían a su país, Nueva Zelanda, en el más libre del mundo.

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Sir Roger Douglas

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Nueva Revista 053 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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El arte de lo posible Sir Roger Douglas* Roger Douglas, recién nombrado ministro de Economía de Nueva Zelanda, propuso en 1984 un programa de reformas radicales con la intención de convertir su país en el más libre del mundo. Desde ese momento, él y un pequeño grupo de dirigentes del Partido Laborista hubieron de hacer frente a innumerables intereses creados y a arraigadas situaciones de dependencia del Estado, además de vencer alguna oposición interna en su propio partido. Lo hizo con tanta efectividad que, años después, ni uno solo de los puntos centrales de su revolución en favor de la libertad de mercado ha sido discutido. Douglas explica en este artículo, originalmente aparecido en Liberty, cómo convertir el liberalismo en el arte de lo posible . os políticos de todo el mundo tienden a rehuir las reformas hasta que se ven forzados a ellas bajo la ineludible presión de algún Ldesastre social o económico de particular gravedad. Si se cierran en banda ante la necesidad tan patente de emprender cambios, es porque suelen creer que una actuación decidida de su parte únicamente atraerá sobre sí y su Gobierno la mayor de las calamidades políticas. Conforme el país se encamina a la crisis y los problemas son más notorios, cada vez más se van convenciendo de que hacer algo que no sea actuar justo antes de las elecciones tan solo otorgará ventaja a sus oponentes políticos. Justifican su posición haciendo creer que éstos son unos tramposos y están pendientes solo de su propia ganancia, y que el bienestar del país les importa poco o nada. Cuando la situación económica es tan seria como para que la preocupación se manifieste públicamente, los partidos siguen con frecuencia escurriendo el bulto con el recurso a sobornos electorales con los que distraer la atención de los votantes de los problemas reales. O, llegado el caso, como recientemente ha ocurrido en Nueva Zelanda, intentando distraer su atención propagando acusaciones e infundios sobre actuaciones presuntamente malintencionadas de otros miembros de la comunidad. Nada de esto tiene por qué ser así. Aquí argumentaré, en directa contradicción con estas creencias, que la supervivencia política depende de la adopción de decisiones de calidad, que las componendas y medidas de compromiso solo conducen a la insatisfacción del votante, y que dejar que las cosas sigan como están equivale al suicidio político. La verdad es más bien que los políticos pueden lograr el éxito político sin por eso dejar de emprender reformas estructurales que beneficien al conjunto de la nación, y que no tienen por qué esperar a que el desastre social o económico les fuerce a ello. Las lecciones aprendidas en Nueva Zelanda desde 1984 son nítidas: allí donde se conciben y ejecutan políticas de verdadera calidad (reformas impositivas, reformas de los mercados financieros, de las empresas estatales y del mercado de trabajo) las urnas muestran la aprobación constante de los votantes; allí donde, por el contrario, se queda corto el Gobierno y deja de instaurar políticas ajustadas a un baremo tan rigurosamente exigente (en la reforma de la educación, la sanidad y la seguridad social, por ejemplo), las urnas confirman una desaprobación creciente. Las decisiones de calidad son la clave para la reforma de las infraestructuras de un país y para el éxito del Gobierno, como evidencia el ejemplo neozelandés. Quienes buscaron el éxito político recurriendo a soluciones ad hoc y evadieron los verdaderos problemas no solo causaron un daño cierto a la nación: también destruyeron su propia reputación. En último término, los votantes valoran más la mejora de sus perspectivas a medio plazo que una acción, buena a corto plazo en apariencia, que sacrifica beneficios mayores y más duraderos a largo plazo. La elección básica que ha de realizar cualquier político es siempre ésa. O bien aceptar los costes iniciales y los inconvenientes pasajeros en pago por los buenos tiempos que habrán de venir al cabo de unos años, o bien centrarse en la satisfacción inmediata y con ello acabar lastrado, en algún momento futuro, por los costes que de seguro se acumularán. Estas ideas no son extrañas al público. La gente corriente acepta salarios bajos, cuando es estudiante, porque espera ganar más al terminar los estudios; ahorra para su jubilación, y también invierte voluntariamente en un mejor porvenir para sus hijos. Cuando los hechos y la información relevantes están a su alcance, el ciudadano suele demostrar un fuerte sentido de la realidad, además de sentido común. Lo que el ciudadano espera de sus políticos es arrojo y clarividencia. El problema es que muchos políticos actuales persiguen la popularidad instantánea como si ésta fuera la clave del poder, y promueven así medidas cuyo atractivo es meramente circunstancial. Pero nadie da duros a cuatro pesetas, y toda decisión implica una disyuntiva y un coste de oportunidad que no desaparecen solo porque el político en cuestión prefiera ignorarlos. El problema con las componendas es bien simple: en dos palabras, éstas no conducen a resultados que beneficien al ciudadano. Por eso, y no por otra cosa, se vuelve éste hacia sus políticos para exigirles responsabilidades. Los Gobiernos afectados, a medida que los costes y las distorsiones van a más, recurren de modo creciente a una representación deficiente y a la supresión de información vital sobre las perspectivas económicas, confundiendo así el juicio del votante. En mil y una ocasiones del pasado han terminado tales políticos por confinar al público, y confinarse a sí mismos, en su propio sinsentido. Sinsentido al que nadie escapa, a no ser que una crisis mayúscula libere la información suprimida y condene a los políticos responsables al olvido colectivo. Los objetivos de la reforma establecidos sobre la base del máximo beneficio a medio plazo para la nación y los medios para lograrlos deben contrastarse, antes de ser llevados a la práctica, con la ayuda del mejor análisis económico disponible y de todos los hechos conocidos. No debería ocurrir que prejuicios tradicionales o ideas preconcebidas sobre los medios impidieran una revisión en profundidad de las opciones posibles, o la selección del enfoque en principio más eficaz para la consecución de los objetivos. Es de sobra conocido, sin embargo, que los prejuicios y las ideas preconcebidas están a la orden del día en la definición de las políticas relativas a Seguridad Social, sanidad y educación de muchos países. Lección política: si una solución tiene sentido a medio plazo, promuévase con empeño y sin dudarlo, pues ninguna otra producirá un resultado que realmente satisfaga al ciudadano. Las decisiones adoptadas sobre este principio no abordan los problemas por separado. Muy al contrario, tienen en cuenta las interrelaciones entre los aspectos sociales y los económicos con la intención de que toda acción que resulte de la adopción de esas medidas mejore el funcionamiento del sistema en su conjunto. La experiencia de Nueva Zelanda recoge una intuición importante sobre la naturaleza del consenso político, que es ampliamente compartida tanto aquí como en el resto del mundo. La sabiduría convencional afirma que cualquier reforma requiere del sustento del consenso previo para emprenderse; de lo contrario, tal actuación no será políticamente sostenible al llegar las elecciones. La propensión tiende a buscar el consenso con las partes interesadas por adelantado, poniendo los beneficios por delante e ignorando los costes (o, a lo sumo, retrasándolos), lo que obviamente compromete la calidad de las decisiones que finalmente se adopten. Cuando el Gobierno toma decisiones solo para salir del paso, por su ventaja inmediata y a costa del medio plazo, el público manifiesta una insatisfacción creciente. Siendo complejos y diversos los intereses de los diferentes grupos de cualquier sociedad, ninguno acoge bien la idea de que puedan desaparecer sus prebendas o privilegios tradicionales. Cualquier intento de que asientan sobre un programa será vano, porque esos grupos solo se esfuerzan por proteger sus intereses respectivos a costa del contribuyente o del consumidor. Lección política: el consenso de los grupos de interés sobre las decisiones de calidad raramente surge, si es que surge, antes de la adopción y ejecución de tales decisiones. El consenso surgirá una vez adoptadas éstas y siempre que el público considere que sus resultados le satisfacen. Los Gobiernos necesitan armarse de coraje para llevar a la práctica medidas razonables, para soportar los costes de entrada y para esperar el aplauso por los buenos resultados cuando éstos aparezcan. Muchas de las reformas impositivas incoadas por el Partido Laborista entre 1984 y 1988, en particular la introducción del GST (Goods and Services Tax, un impuesto sobre bienes y servicios), son buenos ejemplos de lo dicho. Al adoptar el enfoque que efectivamente adoptó, el Partido Laborista obtuvo la mayoría en 1987, y se mantuvo como primer grupo político en todas las encuestas de opinión hasta que el Primer ministro, David Lange, renegó unilateralmente del programa electoral del Gobienio, que incluía un tipo único del 23% en el impuesto sobre la renta y un programa de privatizaciones por valor de 14 millardos de dólares. El Partido Laborista cayó entonces en las encuestas muy por debajo de las posiciones al alza que venía manteniendo y que ya nunca recuperaría, ni siquiera cuando en 1989 dimitió David Lange. Perdido el coraje preciso para mantener un enfoque coherente a medio y largo plazo, y para adoptar decisiones de calidad, el resultado de las elecciones de 1990 con la catastrófica y humillante derrota de los Laboristas solo confirmó esta realidad. Hay diez principios fundamentales que han de respetarse para que una reforma estructural vaya acompañada del éxito político. Veámoslos detalladamente. PRINCIPIO I PARA POLÍTICAS DE CALIDAD SE NECESITAN PERSONAS DE CALIDAD Las políticas empiezan por las personas. Nacen de la calidad de sus observaciones, de su conocimiento, análisis e imaginación, de su capacidad para pensar alternativas y examinar el abanico de opciones más amplio posible. Es de primordial importancia sustituir a las personas que no puedan o no quieran adaptarse al nuevo entorno de operación. Por su parte, una estructura de incentivos correcta puede mejorar el desempeño de muchas personas dinámicas y capaces que bajo el viejo sistema no conseguían los resultados adecuados. La calidad de la gestión en el sector privado ha mejorado de modo espectacular con la desregulación. En Nueva Zelanda, el éxito de las reformas en el sector público, iniciadas en 1984, debe tanto a las personas como a las políticas. En el caso de la sanidad, la educación y la Seguridad Social, por ejemplo, se ha abolido el viejo sistema de convocatoria a la prestación de un servicio público (tal procedimiento era tan enrevesado, que en la práctica convertía los cargos de administración de las instituciones públicas en posiciones ocupadas por una élite que se autoperpetuaba en ellos). Los cargos directivos de estas instituciones se nombran ahora en función del mérito, siendo su responsabilidad semejante a la de los directores generales de empresas de titularidad estatal como Electricorp y Correos de Nueva Zelanda. Los altos cargos, empero, no están muy convencidos de que los políticos hayan aprendido cuáles son los límites de su función en el nuevo sistema, y siguen temiendo que la interferencia política en la dirección de sus instituciones pueda perjudicar el logro de los objetivos propuestos. En estas áreas no se alcanzará el pleno potencial que permite la reforma mientras los ministros no aprendan a ejercitar correctamente sus nuevas funciones y a dejar a los directivos la eficiente consecución de los resultados acordados. Con todo, el mayor problema político en Nueva Zelanda, tanto para el Partido Laborista como para el Nacional, es el talento de las personas atraídas por las candidaturas políticas o elegidas para ellas. En un sistema bipartidista no cabe responder al interés público a menos que los dos partidos adopten un enfoque de amplio espectro que permita que toda la comunidad esté representada. El Partido Laborista, por ejemplo, suele extraer sus miembros más activos de los sindicatos, la enseñanza media y las profesiones legal y académica, mientras que el Partido Nacional los capta entre agricultores, abogados y pequeños empresarios. Esta tendencia a una base de afiliación activa relativamente estrecha puede crear problemas a ambos, ya que inevitablemente seleccionan personas que, si bien son representativas de sus afiliados, no lo son de una comunidad que es mucho más amplia. Los partidos se convierten así, en cierta forma, en sociedades cerradas. La selección de candidatos actúa desde el principio sobre un material genético inadecuado, por lo que el resultado solo puede ser el deterioro de la calidad de las políticas. Quienes podrían tener capacidad para romper tal sistema de clientelismo se topan con partidos demasiado centrados en sí mismos como para molestarse en intentarlo. Romper ese círculo vicioso exige el reconocimiento previo de que los partidos ni pueden ni quieren resolver estos problemas. Los partidos están encerrados en sus propias limitaciones. Lección política: solo habrá solución al problema de la poca calidad de los candidatos cuando exista un número suficiente de personas con coraje, formación y visión de futuro dispuestas a hacer algo que de verdad valga la pena por su país en el ámbito político. El escaso aprecio que una comunidad pueda sentir por sus políticos es consecuencia del enfoque miope y marcadamente partidista con que muchos de ellos cumplen con sus funciones. Al mismo tiempo, demasiadas personas de probado talento se contentan con criticar desde fuera. En vano esperaremos el advenimiento del buen gobierno a los países democráticos mientras esto siga así. La situación solo mejorará cuando un número suficiente de personas se tome la molestia de involucrarse y asuma que en sus manos está la responsabilidad de asegurar que haya buenos candidatos a disposición de todos los partidos. Es un disparate mayúsculo suponer que los partidos que de hecho existen tienen el monopolio de las buenas ideas, de las ideas de calidad. Los viejos moldes que desacreditaron políticas y políticos, y que condujeron a muchos países a desastres económicos perfectamente evitables, saltarán hechos añicos cuando las personas de esos países pongan la calidad en el corazón de cuanto hagan. PRINCIPIO n APLÍQUESE LA REFORMA A GRANDES ZANCADAS Y ADOPTANDO PAQUETES DE MEDIDAS COMPACTOS Lección política: es mejor definir con claridad los objetivos y progresar hacia ellos dando grandes zancadas que intentar avanzar pasito a pasito. De no hacerlo así, los grupos de interés tendrán tiempo para movilizarse y acabarán por desbaratar su programa de reformas. Son de sobra conocidos los problemas políticos implicados en el ataque convencional al sistema proteccionista con intención de desmontarlo. Los beneficios que se derivan del sistema son sustanciosos para quienes los disfrutan, por lo general pocos y bien organizados. Reunidos en grupos de intereses creados, los beneficiarios de los subsidios ponen el grito en el cielo en cuanto intuyen que alguien amenaza con abolir sus privilegios, aprestándose a oponer tenaz resistencia a cualquier intento reformista. El problema radica en que el coste de este sistema de rentas políticas, por mucho que en su conjunto sea muy elevado, por persona y por derecho garantizado es relativamente pequeño. El coste se halla ampliamente disperso en el conjunto de la economía, resultando a menudo invisible para quienes pagan las facturas. En el mejor de los casos, quienes pagan son débiles y están desorganizados; en el peor, los grupos de intereses especiales explotan su ignorancia con campañas dirigidas a convencerles de que la reforma dañará el interés general. Éste es el caso actual en la educación y la sanidad. En Nueva Zelanda, y en todo el mundo, la impresión general es que los reformadores llevan las de perder. Lección política: se tiende a pensar que emprender una reforma estructural genuino equivale al suicidio político. Esto es verdad si se pretenden abolir los privilegios uno a uno y mediante una reforma gradual. Por paradójico que parezca, la verdad, cuando se eliminan los privilegios de muchos grupos de una sola vez, es más bien la contraria. En este caso, cada grupo pierde sus privilegios, pero a cambio deja de tener que cargar con el coste que supone pagar los de los otros. También es más difícil quejarse de daños infligidos al propio grupo cuando los demás sufren al menos lo mismo y, además, cada uno se beneficia de que sea así. A pesar de las pérdidas que sufra uno en términos de privilegios, cada cual tiene también un interés muy preciso en que tengan éxito las reformas impuestas a todos los demás grupos. Empaquetar las reformas en bloques compactos es algo más que un hábil truco. La economía opera como un todo orgánico, no como una colección de partes o sectores aislados. El fin de las reformas estructurales es mejorar la calidad de las interacciones dentro del todo. Las relaciones entre las partes del sistema se manifiestan mejor cuando la reforma se aplica mediante grandes paquetes de medidas, ya que eso permite comprobar que cada acción efectivamente mejora todas las demás. Esto también realza su atractivo político, pues los paquetes compactos son más fáciles de vender que los individuales uno a uno. Lección política: la aceptación pública se gana cuando se es capaz de demostrar que se están mejorando las oportunidades de la nación como un todo y, a la vez, protegiendo a los grupos más vulnerables. Los paquetes compactos proporcionan la flexibilidad necesaria para demostrar que las pérdidas que sufre un grupo particular se ven compensadas por las ganancias que ese mismo grupo obtiene en otras áreas. El público aceptará el coste a corto plazo si también se le muestra de modo convincente cuáles serán las ganancias, y si la comunidad comparte, como un todo y equitativamente, tanto los costes como los beneficios. Por lo general, la equidad no incluirá compensaciones para quienes pierdan sus privilegios pasados, entre otras cosas porque esos agentes se beneficiarán también de un modo muy real después del periodo de ajuste. Si no se presta suficiente atención a estos equilibrios, las reacciones de quienes se vean obligados a soportar un coste superior al equitativo terminarán por destrozar todo el proceso. En mi opinión, el principio de avanzar a zancadas y con paquetes compactos ofrece una buena solución en el caso de Nueva Zelanda y de otros países, en los que la oposición a la reforma ha creado en épocas recientes más de un problema. PRINCIPIO M LA VELOCIDAD ES ESENCIAL Y LA RAPIDEZ DE ACTUACIÓN SIEMPRE POCA Por mucha velocidad que se imprima a la aplicación del programa, su ejecución completa llevará de ordinario varios años. Ahora bien, los costes de oportunidad a corto plazo asociados a las disyuntivas planteadas empezarán a manifestarse desde el primer día de su aplicación. Si las reformas se retrasan años, los costes acabarán siendo más que considerables. Los beneficios tangibles tardan en aparecer debido a retrasos temporales implícitos en el sistema de reformas. El consenso que sustenta el proceso de reforma, si la acción no se emprende con la prontitud debida, puede desmoronarse antes incluso de que se manifiesten los resultados positivos, esto es, mientras el Gobierno se encuentre aún a medio camino en la aplicación de su programa. Conlleva un peligro no pequeño acceder a reducir el paso para satisfacer a los grupos que sostienen que eso permitiría disponer de más tiempo para ajustarse a los cambios con un dolor menor. Las medidas políticas no pueden diseñarse con tal grado de precisión que se garantice, por ejemplo, que la inflación se reducirá efectivamente en un porcentaje o en unos puntos precisos, modestos pero predeterminados, cada año a lo largo de un dilatado período. Si tal cosa se intentara, un pequeño error de cálculo o de apreciación en las circunstancias externas bastaría para que se acabara yendo marcha atrás en lugar de hacia adelante (con la consiguiente destrucción, además, de la propia credibilidad). Los grupos de intereses creados que intentaran conservar sus antiguos privilegios siempre ciarían con argumentos para ralentizar las reformas. Eso les daría tiempo, además, para movilizar a la opinión pública en contra de las reformas. Por otra parte, estos grupos no obtendrán beneficio alguno del cambio hasta que el Gobierno haya ido lo suficientemente lejos como para reducir los costes que soportan y que tienen por objeto sufragar los privilegios de los otros grupos. Lección política: los grupos que defienden intereses creados propenden sistemáticamente a subestimar su propia capacidad de adaptación en un entorno en el que el Gobierno actúa con rapidez y amplitud en la eliminación de privilegios. Un análisis detenido revela que muchas exigencias de retrasar la aplicación de las reformas son aparentes y no expresan sino un poderoso resentimiento hacia el Gobierno por no estar éste actuando con suficiente celeridad en la abolición de los privilegios de otros grupos. Desde 1984, los agricultores de Nueva Zelanda, que siempre han exigido mayor lentitud en las reformas, han venido diciendo que su petición responde a los costes que todavía han de soportar a causa de la excesiva protección otorgada al resto de la economía. De hecho, los agricultores se felicitaban cada vez que el Gobierno respondía anunciando cambios mayores y más rápidos en sectores en los que la protección les perjudicaba o dañaba su competitividad. Si se entienden bien, tales quejas son perfectamente razonables. ¿Cómo se va a pedir a los agricultores que soporten los costes implicados en su propio ajuste si sus proveedores continúan disfrutando de la protección de tarifas elevadas? Tampoco se les debería pedir que pagaran, sin subsidios, los costes excesivos de sistemas como la sanidad o la educación que prestan sus servicios en régimen de monopolio. Lección política: es la incertidumbre, no la velocidad en la aplicación de los cambios, lo que pone en peligro el éxito de los programas de reformas. La celeridad en la actuación contribuye de modo fundamental a la disminución de la incertidumbre. Cuando en 1987 comenzaron a transformarse en Nueva Zelanda algunos departamentos estatales en empresas comerciales, se hizo evidente que sobrarían muchos puestos de trabajo en las industrias maderera y del carbón. Dado que algunas de estas actividades estaban localizadas en regiones deprimidas, el Gobierno se tomó su tiempo antes de adoptar la decisión definitiva, dejando a miles de empleados durante seis meses sin saber qué hacer. Los empleados sabían que algunos perderían su trabajo, pero no quiénes en concreto serían los despedidos, por lo que se arriesgaban a perder una compensación por despido si dejaban esos departamentos antes de que el Gobierno decidiera. El resultado fue un malestar profundo e intenso en esas regiones, que el Gobierno interpretó como hostilidad hacia las propias medidas, lo que erosionó aún más su disposición a emprender las acciones pertinentes. Una vez anunciada la decisión, el ánimo mejoró rápidamente, porque mucha gente sabía perfectamente que en algún momento habría que emprender esos cambios. Los ciudadanos demuestran con frecuencia mayor realismo que los políticos: lo que realmente quería esa gente era que se pusiera fin de una vez a la incertidumbre, para así poder decidir qué hacer con sus vidas. En todas partes ha sido incesante el debate técnico sobre el mejor modo de dirigir las reformas y sobre los supuestos errores de secuenciación por parte de los gobiernos, ya sea del neozelandés o de cualquier otro. Los teóricos de sillón postulan la conveniencia de reformar el mercado de trabajo o el de mercancías antes de iniciar la desregulación de otros como, por ejemplo, el financiero. El debate resulta entretenido en el ámbito puramente analítico, pero las respuestas no están claras. Lo que es más, el asunto se me antoja desde mi perspectiva, la de alguien que se dedica a aplicar reformasfundamentalmente irrelevante. Porque antes de que quepa planear de modo perfecto el movimiento perfecto en el momento perfecto, la situación ya ha variado. En vez de un resultado perfecto, lo que queda es una oportunidad perdida. Algunas decisiones surten pleno efecto el mismo día en que se toman; otras necesitan de dos a cinco años de trabajo duro solo para ejecutarlas. La secuenciación perfecta, aunque existiera, sería imposible de aplicar. Si se presenta la ocasión de realizar una reforma que tenga sentido a medio plazo, hay que aprovecharla antes de que se pase. Cuando una economía está estancada y va a peor, lo que de verdad importa es orientarla cuanto antes en la dirección correcta. PRINCIPIO IV NO PERMITA QUE EL EMPUJE DECAIGA UNA VEZ CONSEGUIDA LA INERCIA Lección política: una vez que el programa comienza a rodar, no pare hasta haberlo completado. El juego de sus detractores será menos certero si el blanco no para de moverse. Si adopta su siguiente decisión de reforma mientras sus detractores todavía intentan crear oposición contra la anterior, será el Gobierno el que agite siempre el banderín del interés nacional, obligando al adversario a disparar colina arriba. El Gobierno puede suscitar la sensibilidad pública hacia los asuntos cruciales si estructura el contenido y secuenciación de sus medidas para poner de relieve la importancia de las interrelaciones económicas básicas. A finales de 1985, por ejemplo, los costes de los ajustes eran especialmente gravosos para las empresas del sector agropecuario, privadas, por una parte, de importantes subsidios y afectadas, por otra, por unos precios internacionales para sus productos coyunturalmente bajos. El valor de las tierras se desinfló, cayendo desde niveles inflados por el estímulo de ayudas establecidas por el Gobierno anterior, lo que hizo emerger problemas de endeudamiento de gran magnitud. Con todo, la asignación de recursos en el sector agropecuario y forestal seguía distorsionada por concesiones importantes, como la que permitía compensar, con otros ingresos imponibles, los costes del ganado y de la puesta en cultivo de nuevas tierras. Quienes compraban ganado estaban encantados de pagar precios hasta dos o tres veces superiores a los justificables por el beneficio normal del mercado, pues sabían que al cubrir el contribuyente dos tercios de tales costes incluso así obtendrían beneficios. Las medidas que permitían la compensación de impuestos propiciaron que la industria vitivinícola plantara el doble de la superficie necesaria para cubrir la demanda, disparándose la cantidad en bodega de algunas variedades: las reservas llegaron al triple de la oferta anual, cuando una norma internacional limita esa cantidad a la mitad. Pensando en el saneamiento a medio plazo de esos sectores, y no obstante la oposición de los implicados (que habrían de soportar un incremento de costes), el Gobierno decidió suprimir las mencionadas concesiones. ¿Cómo combatimos la inevitable reacción en contra? Metiendo la quinta velocidad en la aplicación de la reforma y anunciando, en ese mismo paquete, un recorte sin precedentes al despilfarro del sector público. Las empresas estatales, que representaban el 12,5% del PIB y el 20% de la inversión nacional, se transformaron en corporaciones con objetivos comerciales, a cuyo frente estarían cualificados directivos procedentes del sector privado. Esas corporaciones pagarían impuestos y dividendos como las demás, y acudirían al mercado para financiarse sin ayuda de la garantía del Estado. Estos cambios empequeñecían cualquier otro emprendido en la historia de nuestro sector público. Como consecuencia de su transformación en corporación, Electricorp recortó sus costes en un 20% real, y Telecom se comportó aún mejor. El precio del transporte por ferrocarril se redujo casi a la mitad en términos reales, y el del carbón, para los principales clientes, también cayó a la mitad. Los agricultores de Nueva Zelanda habían despreciado siempre al Partido Laborista. Pero cambios de tal magnitud les convencieron de que, al reducir sus costes y suprimir los subsidios, realmente pretendíamos que hicieran negocio y salieran ganando. La asociación de agricultores Federated Farmers, la mayor de todas ellas, pasó a ser uno de los grupos que apoyó los principios que subyacían a nuestras reformas. Desde entonces, su objetivo fue asegurar que el Gobierno cumplía sus promesas. La New Zealand Business Roundtable, representante de las principales corporaciones obligadas a una reestructuración costosa y a gran escala, pronto reconoció también los beneficios que la nación entera obtendría a medio plazo. El proceso subyacente es muy importante. Lección política: antes de suprimir los privilegios de un grupo protegido, éste tenderá a ver el cambio como una amenaza y opondrá resistencia a toda costa. Suprimidos éstos, cuando quede bien claro que no habrá marcha atrás, ese grupo impulsará la supresión de los privilegios de todos los demás grupos que impidan que caigan los costes que ha de soportar. Ocurre exactamente lo contrario cuando con la reforma se favorece a algún grupo al que se permite retener sus privilegios y seguir recibiendo protección. El nivel de ansiedad en los grupos protegidos crece a medida que se va reformando el resto de la economía, pues temen que pronto les llegue su turno. Su organización interna mejora drásticamente, acentúan su reconocimiento por el público y consolidan su oposición. Para ocultar su interés en escapar a la reforma intentan la retórica que preside todo debate público, que es exactamente lo que ocurre hoy en educación y sanidad. Los esfuerzos por mejorar la calidad y cantidad de los servicios sanitarios al alcance del neozelandés corriente se presentan como la sustitución del cuidado público por el lucro privado, efectuado además a costa de ancianos y enfermos. La estrategia de esta retórica consiste en distraer la atención pública de los beneficios que se seguirán a medio plazo, haciendo aparecer los costes como el único objetivo y resultado de la reforma. Esos grupos realizan denodados esfuerzos por hacerse con el control del proceso político en el partido reformista y paralizar cualquier amenaza que pueda llegar a afectarles, intentando incluso forzar la cancelación total del programa de reformas. Lección política: acabe con la corrupción antes de que comience. Suprima los privilegios de todos de una sola vez y ofrezca a esos grupos, como a cualquier otro, un papel más constructivo en una sociedad mejor. PRINCIPIO V COHERENCIA MÁS CREDIBILIDAD, IGUAL A CONFIANZA Para conservar la confianza del público en las reformas estructurales y minimizar los costes, es esencial que la credibilidad se mantenga intacta. La clave de la credibilidad es la coherencia entre las medidas políticas y lo que se prometió. Los votantes han visto ir y venir gobiernos que prometían todos una inflación baja, más empleo y mayor nivel de vida. Pero, durante años, la vida ha seguido igual, exactamente igual que siempre. Un Gobierno que se tome las reformas en serio debe dar el primer paso y, más que un paso, una zancada desde el principio. Hay que romper la tradición histórica con tal radicalidad que todos se convenzan de que esta vez se va en serio, de que se está hablando realmente de hacer negocio y ganar dinero. Lección política: la gente se resiste a cambiar cuando el Gobierno carece de credibilidad, hasta que el contraste entre su comportamiento anterior y los imperativos de las nuevas medidas imponen sobre la economía costes importantes que hubieran sido perfectamente evitables. Son muchas las personas que sufren al progresar el programa de reformas, y cuya confianza en él depende de que sigan convencidos de que el Gobierno lo completará. Los ingredientes básicos para establecer la credibilidad del Gobierno son la velocidad, la inercia, el huir de decisiones ad hoc, y una coherencia indiscutible en la búsqueda de los objetivos a medio plazo. La resolución es en particular importante cuando una parte del público, pese a las buenas intenciones del Gobierno, sigue siendo escéptica sobre la coherencia de sus medidas de reforma. Hacia 1985, Nueva Zelanda llevaba padeciendo ya una década de inflación elevada, causada por un recalentamiento de la economía inducido por el anterior Gobierno. El país apenas si empezaba a salir de una dilatada congelación de precios y salarios, y de una fuerte devaluación. Nada podía convencer al país de que el nuevo Gobierno, como acababa de hacer el anterior, no incrementaría perceptiblemente los salarios. Con tipos de interés del 20%, la compra de nuevas viviendas seguía pujante. En semejantes circunstancias, sale ganando el Gobierno que sigue la política de informar, advertir, mantenerse firme en sus posiciones... y esperar a que la experiencia permita extraer las conclusiones oportunas. Se sabe cuándo se empieza a ganar la batalla de la credibilidad: cuando los medios de comunicación comienzan a someter a puntilloso escrutinio cada declaración del Gobierno en busca de decisiones incoherentes o de abandono de principios. El público empieza a captar la idea de que se está imponiendo un coste evitable sobre quienes están aprendiendo a ajustarse a la nueva situación si se permite que un solo grupo retenga sus privilegios o la protección del Gobierno. La opinión pública se sintió ultrajada cuando el Gobierno concedió a Ferrocarriles de Nueva Zelanda un subsidio, por lo demás de cuantía casi irrelevante, para que mantuviera abierta la línea WestlandCanterbury. La ventaja política que a nivel local pudiera conseguirse quedó totalmente anulada por la crítica a nivel nacional de que el Gobierno estaba dejando a un lado, en apariencia, principios supuestamente fundamentales de su programa de reformas. El mensaje de la opinión pública cambió de repente, advirtiendo que, si el Gobierno no mantiene su proceso de reformas y lo conduce a feliz término, que sepa que no tiene nada que hacer en las próximas elecciones. Lección política: las reformas estructurales tienen su propia lógica interna, fundamentada en las interrelaciones de la economía. Un paso inevitablemente requiere otro, si es que se quiere que el país en su conjunto se beneficie. Suprimir las ayudas a la exportación no sirve de nada si no se reducen también los costes de los exportadores disminuyendo las tarifas, desregulando el transporte interno y reformando los servicios portuarios y marítimos. Las ganancias fiscales derivadas de la corporatización o privatización desaparecerán sin dejar rastro si los costes de unos servicios sociales pendientes de reforma se elevan al margen de su creación de valor. Al racionalizar la producción y mejorar la eficiencia, los excesos de plantilla pueden convertirse en un desempleo más o menos permanente si un mercado de trabajo rígido protege a quienes tienen empleo frente a quienes no lo tienen. Cuando no se sigue estrictamente la lógica de la reforma, la confianza de los inversores acaba dañada y la tasa de crecimiento final puede ser menor que la potencial. Lleva mucho tiempo ganarse la credibilidad del público, pero ésta puede perderse casi de la noche a la mañana. Se viene entonces abajo la confianza. Se incrementan los costes del ajuste. Se dilata el tiempo necesario para completar el proceso y que aparezcan los beneficios, lo que eleva además el riesgo político. Tras el crash bursátil de 1987, por ejemplo, muchos países buscaron suavizar su impacto político y financiero relajando la política monetaria. El dragón de la inflación recobró entonces aliento, y esos países hubieron de enfrentarse a las penalidades y costes asociados a tener que volver a encadenar al dragón. Lección política: la batalla por la coherencia y la credibilidad centrales en toda decisión sometida a la consideración del Gobierno es perpetua: nunca se gana de una vez por todas. Recuperar la credibilidad puede llevar mucho más tiempo que ganarla por primera vez. Si se resquebrajara la confianza, habría que dar la siguiente zancada en la reforma, y hacerlo ya. PRINCIPIO vi HAY QUE DEJAR QUE EL PERRO VEA LA LIEBRE La gente no puede cooperar con el proceso de reforma a menos que sepa a dónde apunta el Gobierno. Conviene ir tan rápido como se pueda y, si es posible, avisando antes. En caso de que se vaya a aplicar un programa por etapas, procede publicar el calendario por adelantado. Es el modo de indicar que uno sabe a dónde va, de que el Gobierno se comprometa en el proceso, de hacer saber a qué ritmo habrá que ajustarse y de reforzar la credibilidad de todo el programa. Este proceder cobra particular vigencia en asuntos, como el concerniente a la supresión de licencias de importación o de reducción de tarifas, que imponen grandes cambios en el modo en que operan las empresas. Quienes adoptan las decisiones han de poder conocer en lo posible cómo afectarán los cambios a sus negocios, único modo de poder planear eficazmente el ajuste. En noviembre de 1984, el Gobierno anunció que en el plazo de dos años suprimiría el impuesto sobre ventas al por mayor, reintroduciría el GST, y recortaría los tipos del impuesto sobre la renta. A comienzos de 1988, el tipo marginal, que era del 66% cuando los laboristas llegaron al poder, se había reducido, en dos etapas, hasta el 33%, y el impuesto sobre sociedades se recortó también del 45% al 33%. La declaración de asuntos económicos de diciembre de 1987 amplió la corporatización de las empresas estatales, transformándola en un extenso programa de privatizaciones diseñado para ayudar a recortar la deuda pública en 14 millardos de dólares. Este modo de abordar el asunto ofrece algunas ventajas sustanciales. En primer lugar, el Gobierno ha de hacer frente al compromiso de orientar su actuación a la consecución de esos objetivos, perdiendo, en caso contrario, la tan valiosa credibilidad. En segundo lugar, la conciencia pública de tal factor ayuda a depositar la confianza en el Gobierno. La publicación de esa información también permite a los analistas profesionales personas que comprenden la importancia de la calidad en la adopción de decisiones y los beneficios que se derivan de una coherencia a medio plazo, y que trabajan, con frecuencia, como asesores de grupos de interés realizar sus propias valoraciones de los progresos resultantes de la actuación del Gobierno. Con el paso del tiempo, su objetividad, combinada con su creciente simpatía hacia el programa de reforma, se convierte en uno de los factores principales en la creación de un clima favorable a la reforma en la propia opinión pública. La confianza de la comunidad aumenta aún más si gente del sector privado, respetada por su experiencia y capacidad, se involucra en el diseño de las medidas y ayuda a mejorar la gestión. En Nueva Zelanda, por ejemplo, consejos formados por expertos procedentes del sector privado recibieron del Gobierno el encargo de contribuir a las principales iniciativas fiscales mediante la eliminación de cualquier deficiencia administrativa que pudiera existir en los nuevos sistemas. Nuestro proceder en la adopción y ejecución de medidas, programado y basado en principios, fue especialmente bien recibido por aquéllos a quienes corresponde adoptar decisiones y contribuir a la formación de la opinión pública, precisamente por el contraste tan marcado de ese modo de proceder con el del anterior Gobierno. Un ejemplo: la congelación de precios y salarios impuesta en 1982 fue en apariencia resultado de una repentina inspiración del entonces primer ministro, que instantáneamente se llevó a la práctica sin dar siquiera la oportunidad de pensárselo dos veces. PRINCIPIO vn NUNCA CAER EN LA TRAMPA DE INFRAVALORAR AL PÚBLICO La gente corriente, el ciudadano de a pie, lucha cuando tiene que hacerlo, e intercambia a diario costes a corto plazo por beneficios a largo plazo. ¿O acaso no firma hipotecas y saca a su familia adelante? Ante la necesidad de emprender una reforma, los políticos responsables suelen reconocer en privado: Yo sé que hay que hacerlo, pero la gente no lo sabe. La política es el arte de lo posible. Los parlamentarlos mediocres mantienen su seguridad política evitando mirar de cerca y con detalle la realidad: Es normal que unos momentos sean mejores y otros peores. Pero al final todo saldrá bien, como siempre. Cuando empeoran los problemas, los demagogos y los oportunistas añaden: Solo tenemos un problema: ¡que la oposición es tonta! Solo se requiere sentido común y saber ponerla en su sitio. Durante años, mientras la economía enfila la crisis o el colapso, el público no recibe otra información o diagnóstico por respuesta. Hasta que se decide a mandar a paseo al demagogo. Nadie se para a pensar que lo que la gente realmente quiere es políticos con visión de futuro y el coraje necesario para ayudarles a crear un país mejor para ellos y para sus hijos, con la mirada puesta en el año 2000 y más allá. No se confunda el miedo del político con la ignorancia, la falta de coraje o la falta de realismo en el público. Lección política: una reforma estructural no tendrá éxito mientras no se confíe en los electores y se les respete e informe. Ha de ponerse al elector en condiciones adecuadas de juzgar sobre lo que esté sucediendo. Diga al público siempre y en todo momento: cuál es el problema y dónde está su origen. qué daño causa ese problema a sus propios intereses. cuáles son los objetivos propuestos y conducentes a su resolución. de qué modo se piensa alcanzar esos objetivos. cuáles serán los costes y beneficios de esa actuación, y por qué el enfoque del asunto ofrecido es mejor que otros alternativos. La gente quizá no entienda todos los asuntos en todos sus detalles técnicos, pero muchas personas son perfectamente capaces de separar el trigo de la paja. Saben cuándo se está intentando evadir las cuestiones importantes y notan si se les está subestimando o queriendo engañar, y eso no les gusta. La gente respeta a quienes responden con honestidad a sus preguntas. En South Otago, en plena crisis rural de 1986, me subí a un estrado, hablé cuarenta minutos sin papeles en la mano y respondí a las preguntas de los congregados durante más de dos horas. El presentador clausuró el encuentro diciendo que hacía falta coraje para hacer lo que yo había hecho, y me invitó a volver para el año siguiente. Los titulares del periódico local fueron de este tipo: Un ministro que mete la cabeza en la boca del león. Tales audiencias prestan interés y atención si escuchan verdades llanas, de las que no acostumbran a oírse de boca de los políticos, como: Nadie da duros a cuatro pesetas. El privilegio de un grupo que recibe trato de favor siempre se paga a costa del resto de la comunidad. Ese grupo, además, tiene menor necesidad de rendir como le corresponde, por lo que finalmente acaba sufriendo toda la economía. Los subsidios siempre contienen la semilla de la destrucción de las industrias a las que supuestamente pretenden ayudar, pues se termina invirtiendo en una producción antieconómica que acaba dañando el propio futuro en el mercado. No se ayuda a la exportación bajando el tipo de cambio. Los agricultores estaban mucho mejor antes, cuando el dólar neozelandés se cambiaba a 1 35 dólares americanos, que cuando llegó a cambiarse a 43 centavos en 1985. ¿Dónde se detiene la devaluación? ¿Cuando el dólar neozelandés esté a 20 centavos de dólar americano, o a 10, o a 5? Quienes piden la devaluación da la moneda se preocupan por los síntomas, no por cuestiones de fundamentos como la reducción de costes. Mientras no plantemos cara a la inflación, que ha arruinado la competitividad de nuestros exportadores en los últimos 20 años, éstos seguirán sin futuro. Los tipos de interés siempre serán iguales a la inflación más cierta cantidad. Si la inflación es del 15%, los tipos de interés serán del 15% más cierta cantidad, y si es del 2%, del 2% más cierta cantidad. Relajar la política monetaria no resuelve el problema de los altos tipos de interés. Seis meses después la inflación, en lugar de bajar, volverá a subir, y su subida irá acompañada de una subida de los tipos de interés. En los últimos cien años, los ministros han pensado que estaban dirigiendo departamentos gubernamentales. Ahora sabemos que no tenían ni idea de lo que estaba pasando y que ni siquiera controlaban la situación. Durante años, los políticos neozelandeses han vivido bajo la ilusión de creer que sabían más que el sector privado. Despilfarraron millardos a cambio de nada, cuando no de pérdidas. Usted puede pagar en concepto de impuestos 20 centavos sin incentivos (esto es, subsidios directos) o 40 centavos con incentivos y dejar que sea el Gobierno el que gestione sus inversiones. Usted elige. El sistema de licencias de importación no ha creado empleo. Lo único que ha hecho ha sido permitir obtener a algunos favorecidos, con independencia de su rendimiento, beneficios garantizados por el Estado a expensas de los consumidores y del crecimiento económico. Es ridículo pensar que los votantes no entenderán estos mensajes. PRINCIPIO VRN ¡NO PESTAÑEE! LA CONFIANZA DEL PÚBLICO DEPENDE DE SU COMPOSTURA Algunas de las decisiones más radicales anunciadas en los últimos cincuenta años han sido adoptadas por ministros implicados en las reformas estructurales emprendidas en Nueva Zelanda desde 1984. En la época de mayor cambio, cuando las medidas comenzaban a afectar a la economía, el país entero empezó a prestar atención a las apariciones televisivas de los políticos, prestos a detectar algún signo de nerviosismo en el Gobierno. El menor titubeo hubiera podido desmoronar la confianza depositada en el programa de reformas y hubiera terminado con la cooperación que se le prestaba. Un atisbo de incertidumbre en alguno de los principales ministros se hubiera propagado como una plaga por toda la comunidad. Una reforma a gran escala requiere cambios en las ideas y actitudes en que la mayoría de la gente se ha formado; cambios que, inevitablemente, causan incomodidad e incertidumbre en muchos. Un estudio del Gobierno ha revelado que los ciudadanos se tornan hipersensibles ante cualquier signo de que cupiera incertidumbre similar en los políticos encargados de la reforma. Los ciudadanos acuden a encuentros políticos y escuchan las noticias no ya solo para descubrir qué está pasando o comprender las ideas subyacentes, sino también para comprobar la pericia de sus políticos en la conducción de la reforma. Los ciudadanos fundamentan su juicio, cuando son incapaces de entender todos los detalles técnicos de una argumentación, en su propia estimación de las condiciones mentales y emocionales del portavoz. Ésa es otra de las razones por las que compensa adoptar decisiones de la mayor calidad. En los medios de comunicación se nota pronto si uno está convencido de llevar la razón y si las medidas están funcionando. Saber o creer que uno tiene razón ofrece un fundamento sólido para poder dirigirse cara a cara a los ciudadanos de modo distentido y confiado, aun en mítines multitudinarios y con gente bastante airada. Lo dicho no pretende ser una invitación a la arrogancia. A la hora de elaborar medidas políticas y de venderlas con éxito, cobra enorme importancia saber escuchar los argumentos procedentes de cualquiera de las partes implicadas. Ahora bien, todas esas voces han de ser contrastadas con los objetivos que el Gobierno se haya fijado a medio plazo. No es arrogancia mantener firme el curso para alcanzar objetivos que benefician al país. Siempre pensé, siendo ministro de economía, que mi discurso en un mitin debía durar poco tiempo. El discurso establece el marco para la sesión de preguntas y respuestas que sigue. Ésta ha de durar, al menos, el doble que el propio discurso, ya que es ahí donde se conecta con las cambiantes preocupaciones del público. Y las respuestas distendidas surten efectos terapéuticos en todos. Es evidente que el público no va a asentir sin más a cuanto se le diga. El Gobierno, si quiere conseguir una economía flexible, tiene que concebir políticas cuya aplicación cubra un largo período de tiempo. Siempre habrá algún escéptico sobre la orientación de esas políticas que consiga dejar en el público una impresión de inflexibilidad en el orador, distrayendo del sentido común de sus respuestas. En todo caso, siempre mejora la confianza de la comunidad en su conjunto el que ésta vea que los políticos responsables del ajuste estructural dan la cara y tratan con la gente de sus miedos de modo amistoso, razonable y sensato. PRINCIPIO IX INCENTIVOS Y ELECCIÓN, O MONOPOLIO. QUE LO FUNDAMENTAL QUEDE, EN TODO CASO, CLARO No se puede regular una economía enferma si lo que se quiere es devolverle la salud. El dinamismo económico es la energía liberada por gente que realiza en nombre propio elecciones a todos los niveles, buscando aprovechar oportunidades de beneficio. La función del Gobierno consiste en construir el marco que aumente su capacidad de elección, que mejore los incentivos para la actividad productiva y que asegure que sus ganancias beneficiarán a la sociedad como un todo. En otras palabras: recuerda de qué parte estás. El sentido de la actividad económica está en satisfacer las necesidades de los consumidores, en servir a sus intereses y mejorar sus vidas. El Gobierno no está para proteger grupos de intereses creados (ya sean agricultores, industriales, profesores o enfermeros) a costa del bien común. Su función es asegurar que los intereses particulares no prevalezcan, a menos que sirvan de modo efectivo al interés general. En las economías planificadas, los Gobiernos adoptan todas las decisiones de peso en nombre de la gente y con el fin de protegerla de los intereses creados. Desde la revolución de 1917, esta teoría se ha sometido a prueba hasta su extinción. El poder con que el Gobierno tomaba esas decisiones era poder arrebatado a la propia gente. El Gobierno se convirtió en el más opresivo de los intereses creados. Aquí, en Nueva Zelanda, el Gobierno también avanzó lo suyo en esa dirección cuando estableció su dominio sobre áreas como la minería del carbón, la producción eléctrica, la educación, la sanidad y la Seguridad Social. Nuestra atención quedó captada por los supuestos beneficios de la regulación, y fuimos incapaces de advertir la amplitud de los costes. Según tan falsa y parcial contabilidad, la regulación mejoraría de por sí el bien general. Lección política: la esencia de la reforma estructural consiste en la supresión de los privilegios. En todos los casos en que sea posible, emplee su programa para devolver el poder a la gente. Nadie debería sorprenderse, pues, de que el Gobierno laborista introdujera en Nueva Zelanda una desregulación a gran escala. El Laborismo advirtió que dondequiera existía algún poder, los intereses creados cerraban filas para intentar convertirlo en ocasión de lucrar nuevos privilegios. Y, también, que la ineficiencia creada por los privilegios monopolistas, en el caso del agua, producía exactamente el mismo tipo de impacto negativo sobre el nivel de vida de los trabajadores que los privilegios concedidos a agricultores o industriales. PRINCIPIO X EN CASO DE DUDA, PREGÚNTESE: «¿POR QUÉ ME HE METIDO EN POLÍTICA?» Los políticos convencionales ignoran las reformas estructurales porque piensan que están en el poder para agradar a la gente, y que agradar a la gente no incluye obligarla a encarar las cuestiones más difíciles. Esos políticos utilizan las últimas encuestas para pulir su imagen y ajustar sus medidas con el fin de obtener mejores resultados en la próxima encuesta. En otras palabras, su objetivo único no es otro que perpetuarse en el poder. Dificultades adicionales conlleva, además, su adhesión a políticas centradas en problemas inmediatos y no en oportunidades futuras del país. La gente cada vez tiene más claro que no se están resolviendo los problemas y que, por el contrario, se están pasando las oportunidades. Así que no queda otra opción que castigar al Gobierno en las elecciones. Las reformas estructurales genuinas, ejecutadas con transparencia y sin componendas, conducen a mejoras en los niveles de vida y en las oportunidades que abren, superiores a los obtenibles mediante cualquier otro medio político. La sabiduría convencional dice que los inoportunos costes que a corto plazo resultan de una reforma general hacen que el cambio estructural acabe siendo una forma de suicidio electoral. El Partido Laborista, empero, después de emprender las reformas estructurales más radicales de los últimos cincuenta años, se presentó en 1987 a las elecciones sosteniendo que el trabajo solo estaba a medio hacer y que los laboristas eran los únicos con el coraje y el conocimiento práctico suficientes como para terminarlo. El Gobierno repitió los escaños ganados en las decisivas elecciones de 1984, e incluso arrebató dos más a la oposición. Los votantes querían que se terminara lo empezado, y que se terminara bien. Después de las elecciones, sin embargo, el Gobierno perdió algo del empuje que le había permitido mantener el programa de reformas en sus primeros tres años, y los intereses creados fueron capaces de lanzar un contraataque. El entonces primer ministro, David Lange, quiso restablecer el consenso solicitando un respiro, con la excusa de que algunas personas necesitaban algo más de tiempo para adaptarse a los cambios efectuados. También temía que una reforma continuada o permanente acabara inevitablemente por cambiar algunas de las políticas tradicionales de los Laboristas en cuestiones sociales. La oportunidad fue de inmediato aprovechada por grupos de interés que buscaban el modo de detener el proceso de cambio antes de que éste pudiera afectar a sus intereses, y de invertirlo si fuera posible. El Gobierno se dividió internamente entre quienes querían dar un nuevo salto adelante en el proceso de reforma, para conseguir resultados aún mejores, y quienes querían hacer un alto en el camino. El resultado fue el estancamiento. El Gobierno perdió su capacidad de guiarse por los diez principios aquí expuestos, y la confianza del público se perdió ante la incertidumbre sobre la orientación futura de las medidas políticas. Ocurrió así lo inevitable, y en las elecciones de 1990 el Partido Laborista perdió por un margen aún mayor que por el que había ganado en 1984 y 1987. La credibilidad y la coherencia solo pueden conservarse si existe un Gabinete de Gobierno bien disciplinado que trabaja en serio los temas y que apoya como un solo hombre cualquier decisión adoptada colectivamente. En mi opinión, siempre hay una fuerza capaz de erosionar el proceso de reformas estructurales: la del propio Gobierno, cuando pierde de vista sus objetivos principales. Si se quiebra la disciplina en la adopción colectiva de decisiones en el Gabinete, y con ello se resquebraja la responsabilidad colectiva, se deja entonces la vía expedita para que tanto los grupos protegidos como los de intereses especiales o creados puedan recuperar el control del juego político. Por desgracia, fue precisamente eso lo que comenzó a suceder en Nueva Zelanda. (Traducción de Federico Basáñez) *Roger Douglas fue ministro de Economía de Nueva Zelanda de 1984 a 1988, durante el cuarto gobierno laborista. En ese período se responsabilizó de una reforma estructural de la economía que exigió, entre otras cosas, la desregulación de los mercados financieros, la adopción de políticas de privatización y dramáticas modificaciones del sistema fiscal. Antes había ocupado diversas carteras ministeriales. Desde que abandonó el parlamento en 1990, Roger Douglas es el Managing Director de Roger Douglas Associates, una consultora internacional especializada en ajustes económicos estructurales. Roger Douglas ha trabajado para países de todo el mundo como Brasil, Hungría, Canadá, Estados Unidos, Rusia, Pakistán, México, Austria, Filipinas, Vietnam, Australia, China, Sudáfrica, Hong Kong, Gran Bretaña, Perú, etc.