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Confederación de Estados, unión de ciudadanos

Rafael Rubio Núñez

Análisis del Proyecto constitucional presentado recientemente por la Convención Europea, interpretado como un paso más de la integración europea.

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Rafael Rubio Núñez, “Confederación de Estados, unión de ciudadanos,” accessed March 19, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/104.

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Confederación de Estados, unión de ciudadanos

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El proyecto de una constitución para Europa

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Análisis del Proyecto constitucional presentado recientemente por la Convención Europea, interpretado como un paso más de la integración europea.

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Rafael Rubio Núñez

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Nueva Revista 088 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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EL PROYECTO DE UNA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA Confederación de Estados, unión de ciudadanos Desde los orígenes del Estado liberal, el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, se ha considerado piedra de toque de la legitimidad democrática de cualquier sociedad: «Una sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución». Desde entonces, los principios de protección de los derechos fundamentales, la división de poderes y la Constitución escrita son los pilares de cualquier Estado democrático de Derecho. De ahí que los trabajos de elaboración de una Constitución Europea, comenzados ahora hace poco más de un año, pueden interpretarse como un paso más en la integración europea, definitivo para consolidar jurídicamente un proceso con profunda raigambre histórica que comenzó al concluir la II Guerra Mundial. Rafael Rubio Núñez analiza los detalles del Proyecto constitucional presentado recientemente por la Convención. n Europa la aprobación de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales en diciembre de 2002 y los innumerables avances en Ela unión económica hacían necesario dar un paso más en el proceso de integración. UNA CONSTITUCIÓN PARA LA NUEVA EUROPA Con este objetivo algunos venían señalando desde hace tiempo la necesidad de redactar una Constitución europea, que se ajustase a los requisitos mínimos de un constitucionalismo posestatista —que se adaptase a un concepto amplio de Constitución—. En este sentido, hasta ahora cabía hablar de la Constitución material de la Comunidad Europea, localizada «en aquellos artículos de los Tratados que por su materia son constitucionales; en ciertos dictámenes y sentencias del TJCE1; más en algunos artículos de las Constituciones de los Estados miembros e incluso en algunas de las sentencias de las más altas jurisdicciones de los mismos, así como en los principios y tradiciones constitucionales comunes»2. Nos encontrábamos ante una Constitución fragmentaria, asimétrica, cambiante e incompleta, realmente constitucional en ciertos aspectos, pero a todas luces insuficiente para un proyecto como el de Europa, decidido a abandonar el aspecto de gigante económico y enano político con el que desde hace años se ha visto obligado a presentarse. Así, no pocos autores reivindicaban una fundamentación constitucional para avanzar en el proceso de integración europea: «Pese a su carácter indispensable, esta fundamentación constitucional de la integración [comunitaria] es todavía hoy sumamente deficiente [...], y la creación de la Comunidad Europea como verdadera Rechtsgemeinschaft no puede seguir eludiendo el problema constitucional»3. En la misma línea se expresaba el presidente de la Convención al iniciar los trabajos en febrero de 2002, cuando señalaba que «si fracasa el proyecto de un tratado constitucional en Europa, se instalará una simple zona de librecambio»4. La doctrina afronta ahora la tarea de determinar si la naturaleza del texto constitucional recientemente presentado es verdaderamente constitucional o si, por el contrario, no deja de ser un elemento convencional, llamado a compilar y estructurar, según el esquema de la división de poderes, el conjunto abundantísimo de normas ya existentes. En esa línea se debatían las disputas terminológicas iniciales de la Convención, en las que frente al término «Constitución», muchos otros —entre ellos, su presidente— preferían utilizar un término más ambiguo, como es el de «Tratado Constitucional». La opción entre un modelo u otro tiene importantes consecuencias para la efectividad de los derechos fundamentales en el marco de la Unión Europea5. La elaboración de la norma normarum europea debe ajustarse a la lógica del proceso constituyente, cuyos esquemas teóricos fueron trazados en fecha tan temprana como 1717 por el reverendo John Wyse6. De acuerdo con esta doctrina, han de registrarse tres momentos claramente diferenciados y sucesivos en ese proceso: la declaración de derechos, el pacto social y el acto constitucional. En este esquema, la aprobación de la Constitución se produce sólo en un momento posterior y además como mecanismo de garantía de los momentos anteriores, cristalizando una organización política del Estado sobre la base de la división de poderes. Pero si nos asomamos al proceso constituyente europeo no podemos evitar la sensación de hallarnos ante un iter de sentido inverso al descrito, en el que a través de una serie de normas y tratados internacionales entre Estados se ha ido provocando el pacto social. Y hasta ahora la defensa de los derechos fundamentales ha sido resultado de una construcción básicamente jurisprudencial. Será a finales de 2002 cuando, como fruto de los trabajos de una Convención creada a tal efecto, se apruebe la Carta Europea de los Derechos Fundamentales, que luego quedó relegada a un segundo plano a expensas de su integración en la estructura jurídica de la Unión. EL PODER CONSTITUYENTE En la segunda fase del proceso consDE LOS CIUDADANOS tituyente—el pacto social—encontramos un nuevo obstáculo, que queda planteado en la pregunta: ¿dónde radica el poder constituyente? El principio de la legitimidad democrática, fundamental y omnicomprensivo de todos los demás, es esencial en este proceso constituyente europeo, que estamos analizando. Cuando Maquiavelo certificó la desacralización del Estado, surgió la «creencia de que, al ser el Estado una obra humana, es al pueblo a quien corresponde el establecimiento de sus modos y formas de organización»7. Hasta ahora este principio no se había tenido suficientemente en cuenta en la construcción europea. Tanto en el Proyecto Spinelli (1984)8 como el Proyecto OrejaHermann (1994)9, observamos cómo el proceso constituyente dejaba a un lado la voluntad del pueblo soberano, en el entendimiento de que primero las instituciones realizarían su trabajo, para someter así al poder constituyente europeo, que debería presentarse como un poder total, absoluto, soberano e ilimitado, y no como un poder «circunscrito por las decisiones de unos órganos previos a él y en base a un ordenamiento jurídico anterior a su propio nacimiento»10. Se olvidaba entonces que el pueblo es esencial a la Constitución y la Constitución al pueblo, como ha recordado mi maestro Pedro de Vega: «La necesidad de hacer valer, conforme al principio democrático, la suprema autoridad del pueblo frente a la autoridad del gobernante, no ofrece otra posibilidad ni otra alternativa que la de establecer, por el propio pueblo, una ley superior (la Constitución), que obligue por igual a gobernantes y gobernados»11. Si nos preguntamos por la naturaleza original del poder constituyente en un proyecto tan singular como la elaboración de una Constitución europea, Francesc de Carreras responde brillantemente cuando asegura que «queda claro que el sujeto constituyente es doble: los Estados por un lado y los ciudadanos por otro, y del pacto entre ambos emana la constitución»12. Así lo ha recogido el borrador constitucional, cuando dice que «la Unión nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados». En este intento de conjugar el principio de soberanía popular con el de la soberanía de los Estados miembros, el proceso constituyente, tal y como se ha desarrollado hasta el momento, adolece de un déficit democrático, aunque desde el principio la Convención ha subrayado la trascendencia de la legitimidad democrática, al menos desde el punto de vista formal. Su composición cuatripartita (Consejo, Comisión, Parlamento Europeo y Parlamentos nacionales, además de la participación de los Estados candidatos) así lo indica. Además, la Convención ha tratado de abrirse a la sociedad. Lo exigía el anexo 1 de las conclusiones del Consejo de Laeken, según las cuales «para ampliar el debate y asociar al mismo a todos los ciudadanos, se constituirá un foro abierto a las organizaciones que representan a la sociedad civil (interlocutores sociales, medios económicos, organizaciones no gubernamentales, círculos académicos, etc)». Aun así, la participación de ciudadanos, grupos y asociaciones ha sido reducidísima; iniciativas como los foros de la Convención en Internet han tenido una participación prácticamente nula, como lo demuestran los datos del último Eurobarometro, según el cual apenas el 39% de los europeos conoce los trabajos de la Convención y el proyecto de una Constitución Europea. ¿EUROPA DE LOS PUEBLOS O DE LAS NACIONES? Muchos se han preguntado si esta falta de legitimación democrática directa de la Constitución no es sino reflejo de la inexistencia de un pueblo europeo, que justificaría la opción por el método intergubernamental13. Como ya hemos señalado, el pueblo debe ser la base del proceso constituyente y el fundamento de su estatus jurídicopolítico, pero la complejidad de la estructura de la Unión Europea nos obliga a profundizar en este análisis. Nos hemos referido ya al concepto de doble legitimidad de la Unión —la de los Estados y la de los ciudadanos— como sustrato de poder constituyente, y ésta debería ser la base sobre la que tendríamos que partir a la hora de establecer el nuevo modelo territorial depositario de la Constitución. Este doble pacto (necesario, dada la estructura actual) no ayuda a la hora de definir el modelo futuro que resultará de la Constitución. Una vez más vemos surgir el enfrentamiento entre los dos modelos —el de la Europa de los pueblos y el de la Europa de los ciudadanos—. La aprobación de una Constitución podría hacer pensar en una opción firme en el camino de la unidad, pero esto no supone de ningún modo una superación de la configuración estatal a favor del pueblo de Europa. En este punto, la doctrina trata de trasladar los esquemas clásicos de distinción entre federación y confederación, o entre Bundesstaat y Staatenbund, formas políticas que se diferencian por el modo en que puede llevarse a cabo la modificación formal de su norma fundamental. «Mientras en la Confederación la reforma de su órgano de gobierno requiere, con carácter general, la unanimidad de sus miembros, en el Estado Federal basta con que el proyecto de revisión sea aceptado por una mayoría cualificada»14. Además, la eficacia para los ciudadanos de las normas jurídicas emanadas de los órganos centrales de la Unión estatal será diferente: las del Bundesstaat serán directamente aplicables a los ciudadanos, mientras que en la confederación las mismas deberán ser transformadas en derecho interno para ser aplicables a los ciudadanos. El texto recoge esta postura al aclarar que la Unión «gestiona sus competencias de modo comunitario y no federal». El estatus de la Unión sería, como señala el profesor La Pergola, el de una forma moderna de la Confederación, en la que sus componentes conservan su naturaleza de Estados constitucionales, independientes los unos de los otros y cada uno de ellos con su propio pueblo soberano. Por eso la Unión respetará «las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar la integridad territorial del mismo, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior». Hoy no existen otras categorías más claras para definir Europa. Hesse habla de «un innegable y profundo cambio: la evolución desde Estado desde su concepción tradicional como soberano, nacional, relativamente hermético, hacia el Estado actual, internacionalmente imbricado y supranacionalmente vinculado»; y en la misma línea se expresa Jiménez de Parga, cuando asegura: «La Europa que estamos construyendo no puede limitarse en las categorías que conocemos. La Europa de los próximos años no podemos entenderla ni definirla como un Estado, como una Federación o como una Confederación. Debemos aplicarle, como siempre, una categoría original. Y en tanto llega el feliz hallazgo no podemos cerrar los ojos ante lo que ya es una realidad consolidada y tangible. Quizá si reparamos en ella vayamos en la dirección propicia para encontrar lo que buscamos. Algún día alcanzaremos un modelo original. Empeñarse en crear un Estado europeo a imagen de los viejos Estados nacionales sería la evidencia de un fracaso y la garantía del fin de Europa». Quizás por eso el profesor La Pergola se ha referido con frecuencia al proyecto europeo como a una «Confederación moderna», concepto que podría conjugar el principio de las soberanía popular con la de los Estados miembros15. Esta confederación moderna, de la que la Unión Europea sería el máximo exponente, presentaría un estadio de centralización mucho más avanzado de lo que estuvieron nunca las confederaciones históricas, pues no en vano hoy los destinatarios de las normas dictadas por el poder central no serían únicamente las autoridades de las colectividades confederadas, sino también los ciudadanos. Esta figura se caracteriza además porque, «siendo en verdad una Unión de Estados edificada, como aquélla, en base a una ciudadanía común y sobre los principios del constitucionalismo moderno, está destinada a no convertirse en ningún caso en un ente estatal». LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA Como consecuencia directa del modelo que propone la Convención se introducirían algunas modificaciones importantes, fundamentalmente en la protección de los derechos fundamentales, tanto con la incorporación de la Carta al texto constitucional como con la modificación de la estructura institucional. Entre estos cambios destaca la creación de la figura de un presidente estable para el Consejo de Europa, cuyo mandato tendría una duración de dos años y medio; más la figura del ministro europeo de política exterior; la reducción a quince del número de miembros de la Comisión Europea, que irán rotando por nacionalidades con un máximo de un miembro por país; el fortalecimiento del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales, así como la creación de un Consejo legislativo, a modo de segunda Cámara; la nueva distribución de mayorías en la toma de decisiones, que establece la necesidad de alcanzar una mayoría cualificada que se alcanzará reuniendo a más de la mitad de los Estados miembros y sumando al mismo tiempo la representación de, al menos, el 60% de la población de la Unión Europea y la reducción del derecho de veto, que se mantiene sólo en materias como fiscalidad y política exterior y de defensa. LA POLÉMICA DEL PREÁMBULO La elaboración del Preámbulo tampoco ha estado exenta de polémica. En un principio, la declaración inicial hacía mención de varios elementos importantes que han contribuido a plasmar el patrimonio europeo, pero omitiendo una mención explícita del cristianismo. El texto originario rezaba: «las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa» que fueron «alimentadas inicialmente por las civilizaciones griega y romana», «y más tarde por las corrientes filosóficas de la Ilustración», son las raíces en las que se funda la «visión del valor primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como del respeto del derecho». Unas palabras que recuerdan a estas otras de Paul Valéry: «Yo consideraría como europeos a todos los pueblos que, en el transcurso de la Historia, han experimentado tres influencias: Roma, el Cristianismo y antes Grecia», pero en las que faltaba uno de los miembros. La polémica omisión del cristianismo, y la mención única de la Ilustración, era a todas luces sorprendente. Con un criterio salomónico, los miembros de la Convención decidieron suprimir cualquier referencia —Roma, Grecia y la Ilustración por igual—, antes que incluir al cristianismo como inspirador de la civilización europea. El debate seguirá abierto; somos muchos los que, como advertía Juan Pablo II ante el Parlamento Europeo, pensamos que: «La marginación de las religiones que han contribuido y todavía contribuyen a la cultura y al humanismo de los que Europa está legítimamente orgullosa, me parece que son al mismo tiempo una injusticia y un error de perspectiva. ¡Reconocer un hecho histórico innegable no significa en absoluto ignorar toda la exigencia moderna de un justa laicidad de los Estados y, por tanto, de Europa!». Ignorar, como hace el texto, la realidad de la identidad europea, que tiene como uno de sus componentes básicos él cristianismo, constituye una imposición ideológica y expresa la voluntad política de que el laicismo excluyente constituya la única categoría cultural y referencial posible, marginando así el hecho religioso y, en palabras de Rafael Navarro Valls, olvidando «que la común herencia judeocristiana es uno de los más claros elementos comunes —y quizá el más fuerte— entre las mitades occidental y oriental de Europa, cuya integración es uno de los aspectos que más atención reclama en el futuro próximo de la UE». LA POSICIÓN DE ESPAÑA La postura de España ha sido desde el principio la de impulsar los trabajos de la Convención a través de una participación activa. Su criterio se ha orientado siempre a reforzar la permanencia y el fortalecimiento de los actuales Estados dentro de la Unión, pues frente a toda idea de una Europa federal o de los pueblos, el Gobierno español ha defendido «una unión de Estados nacionales, que tienen personalidades distintas y que, conservando su identidad y soberanía, han encontrado una fórmula original, basada en el sometimiento a un Derecho común, con efectos directos sobre sus nacionales y primacía sobre los ordenamientos internos, en la creación de unas instituciones comunes; y, en fin, en el desarrollo de políticas comunes que les permiten conseguir mayor seguridad y mayor bienestar para sus ciudadanos». Entre las aportaciones logradas por España se cuentan la incorporación de la Carta Europea de Derechos Fundamentales, la figura de la presidencia de la Unión, el reforzamiento de la política exterior de la Unión a través de la figura del Ministro de Exteriores; el principio de solidaridad entre los Estados miembros para combatir el terrorismo, la política común de inmigración, etc. A pesar de estos logros, tras la presentación del borrador constitücional, España ha reaccionado con cierto desencanto, llegando a amenazar con su derecho a veto en la Conferencia Intergubernamental (CIG). El borrador incluye, contra la voluntad de España, una parte institucional, lo que supone una modificación sustancial del reparto de poder suscrito en Niza y, sobre todo, un giro en la concepción de la estructura de Europa. Esta reforma institucional consta de tres puntos fundamentales, pero en la base de todos ellos se encuentra el mismo argumento: el que prima la población sobre cualquier otro aspecto, y por ello sitúa necesariamente a España dentro de un segundo grupo, en lo que a poder de decisión se refiere. De ahí la oposición del Gobierno español al sistema de toma de decisiones. Lo ha expresado su presidente, José María Aznar, en la presentación del borrador de la Constitución Europea ante el Consejo Europeo: «No sólo España sino muchos Estados miembros rechazan la propuesta de la Convención de corregir el sistema de votación fijado en la Cumbre de Niza, y cambiarlo por un método de doble mayoría —mitad más uno de los países y 60% de población—». Ese es el modo más seguro de que, entre otras muchas cosas, no vengan impuestos desde Bruselas modelos que son, en definitiva, contrarios al patrimonio cristiano (católico, concretamente) que es propio de la sociedad española. Además el Gobierno español es partidario de incluir en el preámbulo constitucional una alusión explicita al bagaje cristiano de la Unión. En este tema, uno de los que más polémica ha déspertado en los debates de la Convención, España contaría con el apoyo de Polonia, Portugal, Irlanda, Italia y Austria. Otra de las propuestas interesantes del Gobierno español, que podría ser acogida en la Conferencia Intergubernamental, sería la de someter a referéndum el texto constitucional, algo que supondría un verdadero impulso de legitimación de la integración europea, y ayudaría a dar a conocer el texto entre la ciudadanía. UNA EUROPA DE Y PARA TODOS El proceso continuará, pero ya está fuera de duda que la Unión Europea debe hacerse más visible ante el mundo, más comprensible para sus ciudadanos y más democrática y eficaz para todos. Todos coinciden en señalar la Constitución como una pieza clave para el logro de esos objetivos. El desarrollo de una política exterior y de defensa y la organización de un espacio de libertades y seguridad comunes en Europa reclama la Constitución Europea. Su aprobación en la Conferencia Intergubernamental de 2004, su ratificación por parte de todos los países miembros y sobre todo su difusión entre los ciudadanos —para lo que simplificar las más de doscientas páginas presentadas por la Convención y la celebración del referéndum de aprobación podría ser un buen instrumento—, serán imprescindible para conseguir una identidad europea definida —la auténtica Europa de los ciudadanos— y una organización supranacional verdaderamente democrática. Robert Schuman ya anunció que la unidad europea sería el fruto de un largo proceso; cincuenta años después seguimos pensando que el proceso no resultará nada fácil; pero si miramos hacia atrás, el contemplar todo lo que hemos avanzado alimenta nuestra esperanza y la confianza en este prometedor tratado constitucional. RAFAEL RUBIO NÚÑEZ 1 El Dictamen 191 del TJCE sobre el proyecto de Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo, configuró definitivamente a los Tratados Constitutivos como la carta constitucional de la Comunidad Europea y como la norma suprema y generatriz del ordenamiento jurídico comunitario: «El Tratado CEE, aunque concluido bajo la forma de un acuerdo internacional, no deja de constituir por ello la carta constitucional de una comunidad de derecho. Los Estados han limitado en materias cada vez más extensas sus derechos soberanos y en él, los sujetos son no sólo los Estados sino también sus nacionales». 2 A. Pereira Menaut, «Invitación al estudio de la Constitución Europea», Revista de Derecho Político nB 53, 2002, pág. 205. 3 F. Rubio Llórente, «El constitucionalismo de los Estados integrados de Europa», en Constituciones de los Estados de la Unión Europea, Ariel, Barcelona, 1997, págs. 1819. 4 V. Giscard dEstaing, «Discurso de inaguración solemne de la Convención», 28022002. 5 Javier Ruipérez, La Constitución Europea y la teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pág. 23. 6 J. Wyse, A vindication for the Government of the New England Churches. A drauifrom Antiquity; the light of Nature; Holy Scripture; its Noble Natura; andfrom the Dignity divine Providence has put upon it, Boston, 1772. 7 P. de Vega, «Constitución y democracia», en La Constitución de la monarquía parlamentaria, FCE, 1983, pág. 67. 8 JOCEC 77, de 19.03.1984. 9 DOCE 61, de 28.02.1994. 10 Javier Ruipérez, La Constitución Europea y ¡a teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000. 11 P. de Vega, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Tecnos, Madrid, 1985, pág. 25. 12 F. de Carreras Serra, «Por una Constitución europea», Revista de Estudios Políticos na 90 (1995), pág. 205. 13 G. C. Rodríguez Iglesias, «La Constitución de la Comunidad Europea», en El derecho comunitario europeo y su aplicación judicial, Civitas, Madrid, 1993, p. 99. 14 Javier Ruipérez, La Constitución Europea y la teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000. 15 A. La Pérgola, «La Confederación. 2. La forma moderna: el federalismo y sus contorno», en Los nuevos senderos del federalismo, Madrid, 1994.